sábado, 22 de marzo de 2008

La piedra

No era que aquel hombre fuese el único animal que se hubiese tropezado dos veces con la misma piedra. No fueron dos ni tres, sino muchas las ocasiones que se dieron.

Lo que nadie sabía –y menos este hombre- es que esa piedra estaba viva y cambiaba de lugar estratégicamente cuando nadie la veía.

Ella lo odiaba, pues la primera vez que él tropezó con ella, le echó injustamente toda la culpa del incidente.

Ahora ella dedica su vida a atravesársele agazapada en los lugares y momentos más inesperados, soltando una muda carcajada pétrea cada vez que él se va de bruces.

sábado, 15 de marzo de 2008

Verónica

Su nombre era Verónica, pero prefería que la llamasen Niky.

Era una dulce ancianita pequeña y delgada que no dejaba huella cuando pisaba lodo o tierra suelta. Esto no ocurría porque fuese un ser fantástico –aunque en cierto sentido si lo era- sino porque era liviana como el aire, de cuerpo, de mente y de espíritu.

Su belleza senil, aunada a una caramelosa sonrisa monalisesca, obligaba a quien pasaba cerca de ella a apreciarla y a devolverle la sonrisa. Dejaba tras de sí una estela de bondad y alegría.

Todas las tardes, a eso de las seis, una vez cumplido su irrenunciable objetivo de cada día, ella entraba a la cafetería del parque Andrews a tomar té con galletas finas. Los clientes de ese lugar la apreciaban y se gratificaban con su silenciosa compañía.

Lo que nadie podía imaginar –y mucho menos la policía de Londres- era que esa dulce viejecita era el asesino en serie cuyos crímenes aparecían a diario en todos los periódicos de la Gran Bretaña.

Tampoco los peritos de Scotland Yard habían podido detectar que todos los asesinados habían tenido –muchos años antes- una bella amante llamada Verónica, que hoy –arrepentida de su pecaminoso pasado- quería evitar que su nuevo novio, de noventa y cuatro años, se enterase de sus escabrosas andanzas de otros tiempos.

sábado, 8 de marzo de 2008

Adicciones


Ella era una viuda muy rica, dueña de una hermosa mansión rodeada de bellos y arbolados jardines, con una fortuna en acciones de empresas triunfadoras y una cuenta bancaria colosal.

Él era un joven muerto de hambre, que apostaba su futuro a su enorme talento literario todavía no descubierto por los voraces editores del planeta.

Ella -en el jardín de en su arbolada mansión- disponía de un pequeño cuarto en donde el fallecido jardinero solía guardar, años antes, sus podadoras y utensilios.

Él buscaba un lugar pequeño, económico y apacible para poder concentrarse en sus cuentos cortos, con la esperanza de salir de la pobreza en que vivía.

Ella, en su soledad del día a día, decidió alquilar ese pequeño cuarto a quien fuese que pudiese brindarle un poco de compañía y de seguridad.

Él llego a un acuerdo con ella y se instaló. Le pidió paciencia para el pago de la renta, y le hizo una propuesta: podía pagarle parte del alquiler con cuentos fantásticos.

Ella -aficionada a la literatura de toda la vida- aceptó que la mitad de la renta se le pagase con cuentos, siempre y cuando éstos fueran de cierta calidad.

Él, a modo de muestra, imprimió cuatro o cinco de los mejores de su repertorio.

Ella quedó impresionada del talento del joven.

Él -al principio- se sintió halagado de su obsesiva lectora.

Ella llegaba todas las tardes al cuarto del escritor a pedir nuevos cuentos, cada día más.

Él mantuvo el arreglo original con ella durante tres o cuatro meses. Después decidió no pagar un centavo más de renta, y cubrirla toda con cuentos.

Ella aceptó, pues los cuentos del joven la embriagaban.

Él se dio cuenta.

Ella los necesitaba. Se asfixiaba sin ellos.

Él empezó a exigir dinero por cada entrega.

Ella pagaba lo que él le pedía.

Él los vendía cada día más caros.

Ella aceptaba los nuevos precios sin ningún regateo.

Él abrió una cuenta de cheques en el banco del pueblo.

Ella perdió la objetividad ante la belleza de aquellas historias fantásticas sin las cuales ya no podía vivir.

Él decidió restringirle la dosis.

Ella no lo soportó.

Él empezó a volverse rico a costa de la viuda.

Ella pedía más y más cuentos cada día.

Él, fríamente, decidió que ella le regalase su mansión.

Ella aceptó irse a vivir al cuarto del jardinero.

Él decidió adueñarse de las acciones y de la chequera de la viuda.

Ella necesitaba cuentos fantásticos.

Él ya no escribe, ni le interesa hacerlo. No lo necesita. Juega golf todos los días con los magnates locales en el Country Club. Maneja un Masserati descomunal y viste a la moda parisina.

Ella está interna en una clínica pueblerina de adictos de la seguridad social. Nadie la visita.

jueves, 6 de marzo de 2008

Esmeralda protegiendo lo suyo


El mundo de los ancianos tiene sus propias reglas. Cuando no queda mucho tiempo de vida, las cosas se ven desde ángulos muy diferentes.


Ricardo –de 85 años- era todo un veterano en la casa de asistencia para ancianos de El Roble. Llevaba ahí diez años. A pesar de su avanzada edad, se conservaba razonablemente bien, además de ser un anciano bien parecido.





Un día inesperado, apareció en el asilo Esmeralda, una dulce y graciosa ancianita de 80 años.
Ambos –Ricardo y Esmeralda- se gustaron desde el primer día. Decidieron ocupar lugares contiguos en el comedor y en la sala de la televisión. La vida para ambos cambió durante varios meses, entusiasmados por una inesperada amistad que se acercaba ya bastante al amor.

Luisa, la inteligente asistente responsable del orden general del asilo, se alegró por ambos, pues sabía mucho de ancianos, de la soledad en que vivían y morían, de sus frustraciones. Incluso- saltándose el riguroso reglamento del lugar- permitía que estos dos particulares amigos pasasen eventual y discretamente alguna noche en la habitación de Ricardo.



Todo fue bien en la casa de asistencia hasta que apareció Marina, una mujer de 75 años recién enviudada, que había decidido pasar sus últimos días en ese lugar. Ella era coqueta por naturaleza, y de verdad bonita.

Si bien Ricardo era un hombre serio y a esas alturas estaba muy encariñado con Esmeralda, los traviesos, vivarachos y buscadores ojos de Marina se atravesaron con los suyos.

Aquello fue un discreto pero gigantesco remolino de sentimientos que casi nadie en el asilo
percibió, excepto los enamorados ojos de la desplazada Esmeralda, y los expertos y siempre vigilantes ojos de Luisa.

Una mañana, Marina no llegó a desayunar. Luisa encontró su cadáver en su habitación, con elementos suficientes para darse cuenta de que había sido asfixiada. Revisó la habitación discretamente, y recogió y difuminó algunas evidencias que la inexperta Esmeralda había dejado sin darse cuenta.

Llamó a la administración del asilo, indicándoles que la anciana había muerto de un paro cardíaco antes del amanecer. El médico forense recogió el cadáver, aceptando sin más el dictamen de la confiable Luisa.

Marina fue enterrada al día siguiente sin autopsia ni sospechas.

La interrumpida relación entre Esmeralda y Ricardo renació al poco tiempo de desaparecida Marina.

Unos meses después, Esmeralda enfermó de muerte. Antes de morir, le pidió a Ricardo casarse con ella. Él lo hizo de buena gana. La madrina de la boda en el hospital terminal del asilo, fue Luisa, la discreta y sabia asistente, quien cerró los ojos de la fallecida, conservando para siempre el secreto del justificado asesinato de la provocadora e impertinente Marina.

domingo, 2 de marzo de 2008

La deserción de las cigüeñas


Tal vez sea consecuencia del cambio climático, tal vez de cuestionables avances tecnológicos de nuestra ingeniosa humanidad, pero entre tantas novedades que nos brinda la vida moderna, hay una que para mí fue (y sigue siendo) muy importante.

Yo no fui producto de un acto sexual ni de un embarazo. A mí me trajo al mundo una cigüeña parisina.

Atravesó el Atlántico, y me depositó con mucho cuidado en brazos de mi madre en un sanatorio general con sala de maternidad. Tal vez por eso, por la dulzura de la cigüeña y las benignas brisas del Océano Atlántico, siempre estoy de buen humor, aunque podría haber otras explicaciones.

Como sea: los niños modernos nacen de un acto sexual y un embarazo. Tal vez por eso hay tantas neurosis y terrorismo en este mundo: ¿hace falta acaso el dulce balanceo del aleteo atlántico de una dulce y amorosa cigüeña?

Hoy las cigüeñas que transportan bebés desde París a las madres en todo el planeta casi no existen. La cigüeña transportadora de ilusiones es una especie en extinción, como otras tantas.

Yo reservo en mi espacio afectivo un lugar muy importante para esas maravillosas aves. Una de ellas es mi segunda madre.

sábado, 1 de marzo de 2008

Desmitificando al ratón Pérez


Nunca -ni de pequeño- me tragué la historia del Ratón Pérez, ese simpático ratoncillo del que nos decían que dejaba dinero en nuestra mesita de noche, a cambio de llevarse a su casa nuestro diente recién desprendido.

Tampoco me creía la contrahistoria que me contaban mis precoces compañeros de párvulo, de que el Ratón Pérez era ni más ni menos que nuestro padre, que con afán de no dejarnos madurar, nos hacía creer que ese roedor era un proveedor espontáneo de dinero muy significativo (para nuestros alcances infantiles). Algo más de fondo había en esa “leyenda urbana”.

Así viví -con esa enorme duda- toda mi existencia, hasta llegar a ser abuelo.

La vida me brindó recientemente una muy buena oportunidad de resolver el misterio del roedor dentófilo.



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Las circunstancias hicieron que mi nieto de seis años (en pleno cambio de dentadura) pasase un par de meses en mi casa. Tuve la suerte de verlo perder un diente una tarde mientras él estaba en la tina, y mi espíritu científico vio la oportunidad de aprobar una vieja asignatura pendiente. Le hice una propuesta al nieto: no era su primera experiencia con el Ratón Pérez, así que entendió mi curiosidad y se convirtió en mi cómplice.

Dejamos el diente recién desprendido en su mesita de noche, e hicimos un enorme plan de conspiración.

Colocamos una cámara de video oculta en el ojo del osito de peluche. Pusimos un detector de movimiento en el arma de un Transformer. Finalmente colocamos un trozo de queso Emmental en una jaula que atraparía al Ratón Pérez sin dañarlo. Siempre se ha sabido que el queso Emmental (el de los agujeros) es la perdición de los ratones. Después de eso, los dos (mi nieto y yo) nos fuimos a dormir con muchas expectativas.


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A la mañana siguiente, acudí nervioso de madrugada a la habitación asignada a mi nieto, para ver qué novedades había. Había muchas.

Por lo pronto había un ratón atrapado en la jaula, abrazando celosamente el diente de mi nieto, como temiendo perderlo, además de un video muy interesante dentro del oso de peluche. El detector de movimiento se había activado oportunamente y había encendido tanto la videograbadora como activado la trampa.


También había una moneda de importante valor sobre la mesita de noche.

La siguiente parte de nuestro plan era más audaz: anestesiamos al animalillo y le insertamos un dispositivo de rastreo satelital. Para mi nieto y para mí era muy importante saber de una vez por todas quién era el Ratón Pérez (si es que ése era su verdadero nombre), saber para qué quería los dientes de leche y de dónde sacaba tanto dinero.

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Cuando el ratón despertó de la anestesia, ya estaba fuera de la jaula. Fue interesante ver cómo en ningún momento -ni siquiera mientras estaba anestesiado- soltó el diente de mi nieto. Era algo así como un avaro prendido de su dinero, abrazándolo obsesivamente como una gran posesión.

Observamos cómo el pequeño roedor se marchó por una rendija en el piso en cuanto se sintió libre de mareos.


Nos dirigimos a la pantalla de control del sistema de localización satelital, y vimos exactamente en donde se detuvo: a unas tres millas de nuestra casa. El posicionador satelital nos indicó exactamente en dónde estaba nuestro obsesivo pequeño amigo.


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Al día siguiente, muy temprano, mi nieto y yo fuimos en mi auto a buscar el lugar en donde el ratón había pasado la noche anterior. Era una casa muy grande que parecía normal en la zona.

Después de observarla un rato desde lejos, vimos salir de ella un enorme camión de carga en dirección al norte. Lo seguimos un par de kilómetros, hasta que tomó una autopista. Meditamos un par de minutos si valía o no la pena seguirlo. Mi nieto me animó a seguir con la aventura, así que, con el teléfono móvil, advertimos a la familia cercana que nieto y abuelo emprendíamos en ese momento un viaje extraordinario con un objetivo que no confesamos: era un tema de dos.

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Seguimos al camión de carga durante cuatro horas. En una estación de gasolina en donde el camión se detuvo, mientras mi nieto hacía pipi, tuve la oportunidad de recorrer discretamente el toldo y saber cuál era la misteriosa mercancía: se trataba de un vehículo con…¡ siete toneladas de dientes de leche!

En ese momento concluimos (acertadamente) que cientos de miles de ratones llevaban a diario una cantidad increíble de dientes de leche a un lugar desconocido con un objetivo desconocido. Mi nieto y yo cruzamos en ese momento miradas de asombro, de curiosidad, de necesidad de respuesta, junto con un tácito compromiso de ir al fondo del asunto.

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Después de seis horas más de autopista (con varias paradas sobre la marcha para que mi nieto hiciese pipí), el camión se detuvo en la enorme puerta de una gran instalación que ostentaba el letrero de Industrias Pérez, S. A de C. V.

El movimiento alrededor de esa planta industrial era enorme. El camión que habíamos seguido era uno de decenas. Cada minuto, un camión cargado con siete (o más) toneladas de dientes de leche llegaba a pesarse en la báscula industrial cercana a la entrada de la fábrica.

¿Qué estaba pasando? ¿De qué se trataba todo esto?

Decidimos, nieto y abuelo, llegar a fondo, irrumpiendo los rígidos sistemas de acceso a esa industria. Lo logramos aprovechando un descuido del chofer de un camión mientras pesaba su carga en la enorme báscula. Pudimos meternos discretamente en el remolque y enterrarnos en un mar de dientes de leche para pasar desapercibidos.

El camión volteó su carga en una tolva, y con ella nos fuimos.


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Logramos “nadar” entre los dientes, salir de la tolva, y de repente nos vimos caminando sobre una estructura metálica de una modernísima fábrica de algo desconocido cuya materia prima eran los dientes de leche. Como era una planta muy automatizada, nadie notó nuestra presencia.

Nos dedicamos -nieto y abuelo- a tratar entender el proceso:

Los dientes de leche eran transportados (después de la tolva) hacia un molino que los trituraba. Acto seguido, el polvo resultante era llevado por medio de ductos neumáticos a un tanque enorme en donde le agregaban un misterioso líquido contenido en tambores: las etiquetas decían “éter espirogenático”.

Como consecuencia de la interacción entre ese extraño líquido y el polvo de diente de leche, emanaba a la atmósfera una sustancia con destellos únicos de color azul celeste, que era absorbida por un aspirador enorme que la conducía hacia una máquina que la envasaba en contenedores enormes.

Mi mayor sorpresa se dio cuando tuve la oportunidad de leer la etiqueta de dichos envases:

“Magia de diente de leche.”

Mi intuición empezó a funcionar. Estábamos hablando de un producto único en este universo: la esencia de la magia, envasada en contenedores. Pero: ¿por qué de los dientes de leche?


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Miramos a nuestro alrededor y no había nadie por ningún lado. El grado de automatización de esa industria nos favorecía por una parte (pues podíamos investigar sin ser vistos), pero, por la otra, necesitábamos hablar con alguien que nos explicase de qué se trataba todo aquello.

Después de ver todo lo que podíamos ver, decidimos buscar a alguien que nos aclarase lo que estábamos descubriendo.

De repente, mi nieto me dijo que…quería hacer pipí. Sobraban lugares alrededor para que lo hiciese, sobre todo sin gente que nos observase. Pero me preocupaba que el pipí del nieto contaminase los materiales que se procesaban.

Empezamos a buscar el lugar ideal para desahogar el trámite urinario, y gracias a eso, vimos a un ser humano no muy lejos de nosotros.

La oportunidad era única: era una mujer pequeña –por lo tanto vulnerable físicamente- barriendo y cantando, así que hice que mi nieto orinase en una columna mientras yo planeaba el siguiente golpe.


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Una vez que mi nieto agotó su interminable pipí, nos acercamos en silencio a aquella mujer que barría el polvo de diente de leche mientras cantaba alocadamente en una plataforma metálica, pensando que nadie la veía o escuchaba.

Sin que ella pudiese darse cuenta, me acerqué por su espalda, le tapé la boca y junto con ella caí en el suelo. Sus ojos se abrieron enormemente por la sorpresa, así que me vi obligado, sin soltarle la boca, a sonreírle para calmarla. Noté que se distensionó, pero sus ojos seguían muy abiertos.


Le dije que no hiciese ruido, que le dejaría hablar si me prometía no gritar. Su respuesta fue:

“Aunque gritase, soy la única persona que trabaja en esta fábrica. Y usted, ¿quién es y por qué me derribó de esa manera?”

Tuve que mentirle:

“Soy un inspector del gobierno, y estoy investigando en secreto lo que parece ser una industria clandestina. Si usted no coopera con sus respuestas, podrá ser acusada de…”

La mujer se asustó, y me dijo que estaba dispuesta a platicarme todo lo que sabía de Industrias Pérez, S.A de C.V.


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Esa mujer se llamaba Adriana, y no era más que la barrendera de una fábrica superautomatizada. Sus únicos compañeros de trabajo estaban a unos 500 metros de distancia, encerrados en una cabina de control sin vista a la fábrica, simplemente monitoreando que todas las variables de proceso estuviesen dentro de lo especificado. Ella los veía cada quince días, cuando coincidían en las oficinas para cobrar su sueldo.

Entonces le hice la gran pregunta:

“¿De qué se trata todo esto? ¿Qué son las Industrias Pérez, S.A. de C.V.?”

Su respuesta nos dejó atónitos. Mi nieto estaba de verdad impresionado.


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Esto es lo que nos contó Adriana:

“Los bebés humanos nacen cargados de magia. Por eso nos gustan y alegran nuestra vida. Por eso nos enternecen y deseamos acariciarlos y protegerlos. Eso es producto de la magia que poseen.

¿De dónde sale esa magia? Es difícil explicarlo, pero el amor de la madre junto con la ilusiones del padre mientras el bebé se gesta, lo cargan de algo que nosotros llamamos magia, una fuerza especial única en el Universo. El bebé en el vientre materno percibe todo esto y lo asimila.

Así, cuando los bebés humanos nacen, todo es alegría y esperanza para quienes los rodean. Un bebé en la casa siempre es una bendición, algo mágico.

El Ratón Pérez, fundador de esta maravillosa empresa, descubrió la esencia de esa magia de los seres humanos, y supo que se encontraba precisamente en…los dientes de leche.

Cuando los niños pierden los dientes de leche, van perdiendo la magia. Así, cuando llegan a la pubertad, dejan de soñar cosas fantásticas, dejan de creer en las hadas y duendes, cuestionan a los padres, pierden el encanto.

Como el Ratón Pérez es un genio, generó un proceso industrial para extraer la magia de los dientes de leche. Cuando dominó la tecnología, abrió un pequeño negocio personal. Él se encargó de promocionar entre los niños humanos el que los dientes de leche tenían cierto valor económico (mucho más de lo que imaginamos). Empezó en pequeño, en un barrio modesto, trabajando duro todas las noches, canjeando dientes recién desprendidos por monedas de poco valor. Por las mañanas, aun mal dormido, procesaba los dientes y extraía la magia. Por las tardes la vendía envasada a sus clientes. Con el dinero conseguido, volvía a las mesitas de noche, y así durante muchos años.

Finalmente, el negocio fue creciendo con su esfuerzo. Cuando su clientela creció, habló con otros ratones, les ofreció empleo, y generó una red de abastecimiento muy seria, además de mucho prestigio entre los niños.

Igualmente, con su éxito, pudo financiar el equipo industrial necesario para procesar los dientes de leche –éste que vemos-, para envasarlo y comercializarlo en varios mundos…”

“¿Varios mundos?, pregunté interrumpiéndola. “¿De qué estamos hablando?”

Su respuesta fue increíble:

“Realmente el Ratón Pérez tiene pocos clientes humanos. A pesar de lo que disfrutamos la magia de los bebés en casa y la de algunos magos en el teatro, no somos conscientes de que la magia existe. En el caso de los bebés la llamamos ternura, y dejamos de ver lo maravilloso que hay detrás de ellos. Cuando vemos a un mago prodigioso, aplaudimos fuerte, pensando que todo es tecnología, que el mago y su proveedor tecnológico han logrado impresionarnos, pero nunca pensamos que la magia de los magos humanos sea verdadera.”

“¿Y cuáles son los clientes no humanos del Ratón Pérez?”, pregunté.

“El 95% de las ventas de Industrias Pérez, S.A. de C.V. se va a los siguientes rubros:


Hadas
Duendes
Dragones
Ogros
Ranas encantadas
Hombres-lobo
Orcos
Gnomos

Entre los pocos humanos que compran nuestros productos están:

David Copperfield
Criss Angel
Harry Anderson
Houdini

A todos ellos, humanos o no, les hacemos llegar nuestro producto. No es algo barato. Todos están conscientes de lo que vale y lo pagan de contado. Ese dinero (en cualquiera de sus presentaciones) va directo a las mesitas de noche de los niños humanos que canjean sus dientes de leche.”

Así, Adriana, la barrendera de la fábrica de magia de Industrias Pérez, S.A. de C.V., nos aclaró nuestro misterio, pidiéndonos que no lo divulgáramos. No hacía falta esa advertencia. Mi nieto y yo entendimos enseguida la fragilidad de ese negocio maravilloso.

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Ya de salida, ambos besamos a Adriana con agradecimiento. Ella, a cambio de nuestra agradable conversación, nos regaló una pequeña lata de magia para mi nieto, diciéndole:

“Cuando hayas perdido todos tus dientes de leche, abre esta lata y aspírala fuerte. Con eso seguirás siendo mágico muchos años, y disfrutarás de lo que otros humanos han dejado de hacer.”

Nieto y abuelo, siguiendo las indicaciones de la amable Adriana, salimos de la fábrica de Industrias Pérez, S.A. de C.V., tomamos nuestro auto y regresamos a casa completamente satisfechos de nuestra investigación:

El Ratón Pérez existía efectivamente. No era exactamente el mismo ratón que dejaba una moneda en nuestra mesita de noche a cambio de un diente de leche recién desprendido, pero sí era el fundador de una exitosa empresa que aprovechaba la magia perdida de los niños humanos para beneficio de hadas, duendes, dragones, ogros, ranas encantadas, hombres-lobo, orcos y gnomos, y de aquellos escasos seres humanos que creían en él, y quienes nos devolvían su magia disfrazada de espectáculo tecnológico.

El Ratón Pérez, además de ser un gran empresario, sabía hacer felices, con su tecnología y esfuerzo, a seres de muchos universos, entre ellos a nuestros adorados niños pequeños.

Musas o brujas

La gente creativa crea. De dónde sale su creatividad, jamás lo sabremos.

Aquella aburrida tarde de otoño, Eduardo –el prestigiado escritor de los mil y un recursos literarios- tenía el cerebro totalmente seco. Todo lo que podía imaginar era un desierto de arena sin cactáceas, sin oasis, sin alimañas diurnas o nocturnas, sin viento, sin tormentas de arena, sin beduinos, sin dunas, sin horizonte, sin cielo azul, sin arena.

Aquel desierto no producía nada, ni siquiera ideas para desarrollar cuentos insulsos para arrojar a la papelera.

Desesperado de tanta aridez mental, Eduardo reclamó a su musa la falta de inspiración. En su desierto intelectual, ni siquiera estaba la musa. Ella seguramente había emigrado a lugares menos inhóspitos: aquel cerebro ya estaba marchito.

Apeló a lo que fuese con tal de recuperar su reconocida creatividad literaria.

Después de un largo rato de un silencio cerebral desesperadamente absoluto, percibió una pequeña y casi insignificante luz en una de sus más recónditas neuronas. Él, acostumbrado como estaba a luminosas explosiones frecuentes de gran creatividad multineuronal, humildemente se plegó ante esa inesperada e insignificante chispa.

Haciendo uso de las mil mañas con las que solía exprimir y amplificar la más oculta de las ideas que aparecían en su cerebro, logró finalmente crear algo a partir de aquella ascua inesperada.


La nueva idea no era un cuento, ni un poema, ni una historia de amor, ni siquiera un libreto de machote para el cine. La nueva idea era lograr un espantoso crimen perfecto, una anónima matanza multitudinaria, algo de verdad sanguinariamente creativo, algo inédito.


Eduardo jamás lo supo: una bruja envidiosa había asesinado y suplantado a su musa.

Un hijo con problemas serios


"Casandria: necesitamos hablar un rato en privado. Es importante."

"Dime, querido esposo: ¿hay algún problema? ¿reñiste con tu jefe? ¿no tienes dinero para pagar las deudas?"

"No, mujer: es algo mucho más serio. Tal vez ni siquiera lo hayas escuchado, pero a mí me preocupa mucho. Es algo grave que se comenta en toda la Frigia sobre nuestro hijo."

"¿Qué es, Filipo? ¡Dímelo! ¡Estoy mortificada!"

"Te lo diré, esperando que no sufras mucho por ello: hay rumores de que nuestro pequeño Esopo es amante de una liebre."

bEeleTaZ


Hay veletas que obedecen al viento.

Hay veletas viejas y oxidadas que ignoran al viento.

Hay veletas de carácter fuerte que le indican al viento hacia dónde soplar.

Hay toda clase de veletas.

Loberías



Su estampa era temible. Sus ojos penetraban la oscuridad total, brillando fulgurantemente cuando alguna luz o lucero atravesaba su camino.

Era un macho alfa imponente. Todas las hembras de su territorio lo buscaban.

Sus fauces eran enormes, mostrando colmillos grandes y filosos.

Su pelo negro lo hacía ver tenebroso.

Sus aullidos ante la luna llena horrorizaban a todas las demás bestias de aquel bosque, que huían a esconderse cuando veían su silueta en la peña más alta.

Pero en el fondo de su corazón, él era manso: prefería las croquetas del supermercado a la carne cruda, y envidiaba a los perros del guardabosque que no tenían que cazar para comer, y que constantemente recibían palmadas y caricias de su amo.

Una mañana de invierno, aburrido de pasar frío, decidió convertirse en perro.

Las letras transportistas


Hay muchas clases de letras. Hablo de mayúsculas y minúsculas, de letras equivocadas y dislépticas, de letras aburridas, rutinarias y ásperas, de letras fuera de lugar e incluso amargas.

Entre tantos géneros de la especie literaria denominada “letras”, existe uno maravilloso que ahora quiero exponer al mundo: las letras transportistas.

Se trata de letras que tienen carisma, ángel, encanto, capaces de atraparnos y llevarnos lejos, de manera insólita, hasta los confines de la enajenación. Son letras que debidamente ordenadas en palabras, frases, párrafos y textos, nos transportan a mundos mágicos en los que se nos olvida el día a día, nuestros problemas, nuestras angustias, nuestros pesares, letras que nos hacen renacer momento a momento.

Son letras que nutren nuestra alma, que nos brindan horizontes inimaginablemente hermosos. Son letras religiosas que nos hacen olvidar lo malo y creer en el futuro, en lo maravilloso que puede ser el mundo en que vivimos.

No es fácil encontrarlas, pues son entes escasos en un mundo de letras irrelevantes y burdas. Pero existen. ¡Claro que existen!

La pavorosa tecla ENTER


Cada dedo que posaba sobre el teclado le resultaba una mortificación.

Ella quería escribir, decirle al mundo que existía. Tenía un valioso mensaje que transmitir hacia afuera y una enorme necesidad de compartirlo. Pero temía ser malinterpretada, criticada, ridiculizada, ignorada o golpeada por las opiniones ajenas.

Debido a esta dicotomía contradictoria, ella tardó mucho en completar su texto. Finalmente lo hizo, pero el siguiente paso era todavía más angustioso: presionar la tecla ENTER. Por eso, sudó frío mientras revisaba una y mil veces su escrito. Era perfecto: cada palabra, cada acento, cada punto y cada coma estaban en su lugar, y lo que el texto transmitía era exactamente lo que ella quería que se entendiese.

Pero ahí estaba la amenazadora tecla ENTER, invitándola a que la presionase, para que el destino fatal se presentase irremisiblemente. Estuvo a punto de hacerlo, pero…

…pospuso la publicación dos días más. Volvió a revisar cada renglón y cada concepto. De nuevo fueron días de angustia y de desvelo.

Finalmente reunió fuerzas, se sentó frente a su ordenador, cerró los ojos, controló la respiración…y presionó la tecla ENTER.

Nunca supo si hubo respuestas en su blog, mucho menos la naturaleza de éstas, pues jamás se atrevió a asomarse de nuevo a la Internet.

Muchos años después, recostada en un cómodo diván, le confesaba a su psicoanalista que soñaba con una enorme tecla ENTER que cada noche ansiaba devorarla.

Ingrátola


Ocurrióseme decirle que amábala. Mofóse de mí sin piedad.

Insistíle y platiquéle mis sentimientos.

Burlóse desconsideradamente de aquello que díjele.

Sorprendióme su frialdad inicua. Reprochéselo. Dióme explicaciones ridículas.

Acuséla de frívola, de inhóspita.

Meditélo un rato y perdonéla.

Después encontréla amándolo. Explicóme sus razones y creílas.

Rióse de mí hasta el cansancio.

Después con un desplante, matóme.

Amiana



La xanas son ninfas de agua dulce con morfología humana. Son de pequeña estatura, extraordinaria belleza física y larga melena rubia. Pertenecen a la mitología celta (Irlanda, Asturias y Galicia). Hay suficientes elementos para creer en su existencia, pero nadie ha logrado jamás demostrarlo.


Se llamaba Amiana.

La conocí cuando yo era muy joven, una noche de San Juan, al regresar caminando solo a mi aldea. Decidí detenerme a beber agua en un pequeño manantial que conocía. Ella estaba ahí, hermosa, semidesnuda, peinándose su larga y rubia cabellera rubia.

Al principio no me di cuenta de que era una xana. Pensé que era tan sólo una bellísima mujer refrescándose tras un caluroso día veraniego. Me sorprendió que no se vistiese al verme llegar, y mucho más de que no huyese de mí. Nunca lo hizo. Todo lo contrario: sus ojos se clavaron en los míos, y su deliciosa boca me dedicó la sonrisa más bella que jamás había observado en una mujer.

Esa sonrisa irresistible me hizo amarla a primera vista. Me extendió su fina mano sin decir una palabra. Me llevó a un lugar cercano, y a la luz de la luna de aquel junio hicimos el amor muchas veces, como nunca lo había hecho. Todo era mágico.

Mientras yo supuse ingenuamente que ella era humana, viví el momento más maravilloso de mi existencia. Después, con la misma amorosa sonrisa con que me había enamorado, ella me confesó que era una xana.

En mi enorme desconcierto por haber tenido un romance inconcebible con una criatura fantástica de cuya existencia siempre había dudado, me dijo que estaba contenta como nunca, que yo era su primera experiencia humana, que había sido gratísima. Enseguida me dijo que estaba embarazada de mí, que pronto tendría una xanina mía que perpetuaría su especie en extinción, que siempre me amaría.

Agradeció mi circunstancial compañía y se disipó irremisiblemente con los rayos de la luna llena.

Me dejó un recuerdo grato e imborrable. Lamentablemente jamás la volví a ver, y sé que ninguna mujer se comparará jamás con aquella extraordinaria experiencia.

Hoy, después de muchos años de aquella inolvidable y casi increíble vivencia, mis amigos de la aldea –que jamás creyeron mi historia- me consideran un loco, un absurdo enamorado del halo de la luna veraniega.

Ellos –infelices- no saben que Amiana, en las noches de luna llena, me hace llegar su aliento, su sonrisa, su nostalgia.

Pandora y la margarita


Con inusual sonrisa malévola, Pandora deshojaba una margarita:

“La abro, no la abro, la abro, no la abro…”

La historia de Escabrosio y Colaquemepisen


Aquella mañana Escabrosio amaneció más activo que de costumbre, dispuesto a encontrar algo pecaminoso oculto en alguna parte. Decidió hurgar profundamente en busca de la Colaquemepisen de la primera persona que se atravesó por su camino.

Preguntó y preguntó. Desmadejó madejas y ató cabos. Vio el anverso y el reverso, arriba y abajo, delante y detrás. Profundizó hasta donde nadie nunca antes había profundizado. Usó su vista de rayos X y su vista de águila, su inteligencia, su instinto y su olfato. Fue y volvió. Insistió en lo insistido. Cuestionó lo afirmado y lo negado. Analizó y sintetizó. Indujo, dedujo y sedujo.

Colaquemepisen -por su parte -negaba su propia existencia. Se hacía la cristalina, la santa, la inocencia personificada. Levantó las manos para que la revisasen. Sonrió para disfrazar su angustia. Juró en varias religiones ser inocente de cualquier tipo de acusación. Se hizo la ofendida. Forzó muchos cambios de conversación. Utilizó un arsenal de tácticas de distracción. Hizo gala de un gran repertorio de recursos, pero al final…

….Escabrosio volvió a demostrar que “el que busca, encuentra”.