sábado, 15 de marzo de 2008

Verónica

Su nombre era Verónica, pero prefería que la llamasen Niky.

Era una dulce ancianita pequeña y delgada que no dejaba huella cuando pisaba lodo o tierra suelta. Esto no ocurría porque fuese un ser fantástico –aunque en cierto sentido si lo era- sino porque era liviana como el aire, de cuerpo, de mente y de espíritu.

Su belleza senil, aunada a una caramelosa sonrisa monalisesca, obligaba a quien pasaba cerca de ella a apreciarla y a devolverle la sonrisa. Dejaba tras de sí una estela de bondad y alegría.

Todas las tardes, a eso de las seis, una vez cumplido su irrenunciable objetivo de cada día, ella entraba a la cafetería del parque Andrews a tomar té con galletas finas. Los clientes de ese lugar la apreciaban y se gratificaban con su silenciosa compañía.

Lo que nadie podía imaginar –y mucho menos la policía de Londres- era que esa dulce viejecita era el asesino en serie cuyos crímenes aparecían a diario en todos los periódicos de la Gran Bretaña.

Tampoco los peritos de Scotland Yard habían podido detectar que todos los asesinados habían tenido –muchos años antes- una bella amante llamada Verónica, que hoy –arrepentida de su pecaminoso pasado- quería evitar que su nuevo novio, de noventa y cuatro años, se enterase de sus escabrosas andanzas de otros tiempos.

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