sábado, 1 de marzo de 2008

Desmitificando al ratón Pérez


Nunca -ni de pequeño- me tragué la historia del Ratón Pérez, ese simpático ratoncillo del que nos decían que dejaba dinero en nuestra mesita de noche, a cambio de llevarse a su casa nuestro diente recién desprendido.

Tampoco me creía la contrahistoria que me contaban mis precoces compañeros de párvulo, de que el Ratón Pérez era ni más ni menos que nuestro padre, que con afán de no dejarnos madurar, nos hacía creer que ese roedor era un proveedor espontáneo de dinero muy significativo (para nuestros alcances infantiles). Algo más de fondo había en esa “leyenda urbana”.

Así viví -con esa enorme duda- toda mi existencia, hasta llegar a ser abuelo.

La vida me brindó recientemente una muy buena oportunidad de resolver el misterio del roedor dentófilo.



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Las circunstancias hicieron que mi nieto de seis años (en pleno cambio de dentadura) pasase un par de meses en mi casa. Tuve la suerte de verlo perder un diente una tarde mientras él estaba en la tina, y mi espíritu científico vio la oportunidad de aprobar una vieja asignatura pendiente. Le hice una propuesta al nieto: no era su primera experiencia con el Ratón Pérez, así que entendió mi curiosidad y se convirtió en mi cómplice.

Dejamos el diente recién desprendido en su mesita de noche, e hicimos un enorme plan de conspiración.

Colocamos una cámara de video oculta en el ojo del osito de peluche. Pusimos un detector de movimiento en el arma de un Transformer. Finalmente colocamos un trozo de queso Emmental en una jaula que atraparía al Ratón Pérez sin dañarlo. Siempre se ha sabido que el queso Emmental (el de los agujeros) es la perdición de los ratones. Después de eso, los dos (mi nieto y yo) nos fuimos a dormir con muchas expectativas.


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A la mañana siguiente, acudí nervioso de madrugada a la habitación asignada a mi nieto, para ver qué novedades había. Había muchas.

Por lo pronto había un ratón atrapado en la jaula, abrazando celosamente el diente de mi nieto, como temiendo perderlo, además de un video muy interesante dentro del oso de peluche. El detector de movimiento se había activado oportunamente y había encendido tanto la videograbadora como activado la trampa.


También había una moneda de importante valor sobre la mesita de noche.

La siguiente parte de nuestro plan era más audaz: anestesiamos al animalillo y le insertamos un dispositivo de rastreo satelital. Para mi nieto y para mí era muy importante saber de una vez por todas quién era el Ratón Pérez (si es que ése era su verdadero nombre), saber para qué quería los dientes de leche y de dónde sacaba tanto dinero.

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Cuando el ratón despertó de la anestesia, ya estaba fuera de la jaula. Fue interesante ver cómo en ningún momento -ni siquiera mientras estaba anestesiado- soltó el diente de mi nieto. Era algo así como un avaro prendido de su dinero, abrazándolo obsesivamente como una gran posesión.

Observamos cómo el pequeño roedor se marchó por una rendija en el piso en cuanto se sintió libre de mareos.


Nos dirigimos a la pantalla de control del sistema de localización satelital, y vimos exactamente en donde se detuvo: a unas tres millas de nuestra casa. El posicionador satelital nos indicó exactamente en dónde estaba nuestro obsesivo pequeño amigo.


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Al día siguiente, muy temprano, mi nieto y yo fuimos en mi auto a buscar el lugar en donde el ratón había pasado la noche anterior. Era una casa muy grande que parecía normal en la zona.

Después de observarla un rato desde lejos, vimos salir de ella un enorme camión de carga en dirección al norte. Lo seguimos un par de kilómetros, hasta que tomó una autopista. Meditamos un par de minutos si valía o no la pena seguirlo. Mi nieto me animó a seguir con la aventura, así que, con el teléfono móvil, advertimos a la familia cercana que nieto y abuelo emprendíamos en ese momento un viaje extraordinario con un objetivo que no confesamos: era un tema de dos.

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Seguimos al camión de carga durante cuatro horas. En una estación de gasolina en donde el camión se detuvo, mientras mi nieto hacía pipi, tuve la oportunidad de recorrer discretamente el toldo y saber cuál era la misteriosa mercancía: se trataba de un vehículo con…¡ siete toneladas de dientes de leche!

En ese momento concluimos (acertadamente) que cientos de miles de ratones llevaban a diario una cantidad increíble de dientes de leche a un lugar desconocido con un objetivo desconocido. Mi nieto y yo cruzamos en ese momento miradas de asombro, de curiosidad, de necesidad de respuesta, junto con un tácito compromiso de ir al fondo del asunto.

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Después de seis horas más de autopista (con varias paradas sobre la marcha para que mi nieto hiciese pipí), el camión se detuvo en la enorme puerta de una gran instalación que ostentaba el letrero de Industrias Pérez, S. A de C. V.

El movimiento alrededor de esa planta industrial era enorme. El camión que habíamos seguido era uno de decenas. Cada minuto, un camión cargado con siete (o más) toneladas de dientes de leche llegaba a pesarse en la báscula industrial cercana a la entrada de la fábrica.

¿Qué estaba pasando? ¿De qué se trataba todo esto?

Decidimos, nieto y abuelo, llegar a fondo, irrumpiendo los rígidos sistemas de acceso a esa industria. Lo logramos aprovechando un descuido del chofer de un camión mientras pesaba su carga en la enorme báscula. Pudimos meternos discretamente en el remolque y enterrarnos en un mar de dientes de leche para pasar desapercibidos.

El camión volteó su carga en una tolva, y con ella nos fuimos.


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Logramos “nadar” entre los dientes, salir de la tolva, y de repente nos vimos caminando sobre una estructura metálica de una modernísima fábrica de algo desconocido cuya materia prima eran los dientes de leche. Como era una planta muy automatizada, nadie notó nuestra presencia.

Nos dedicamos -nieto y abuelo- a tratar entender el proceso:

Los dientes de leche eran transportados (después de la tolva) hacia un molino que los trituraba. Acto seguido, el polvo resultante era llevado por medio de ductos neumáticos a un tanque enorme en donde le agregaban un misterioso líquido contenido en tambores: las etiquetas decían “éter espirogenático”.

Como consecuencia de la interacción entre ese extraño líquido y el polvo de diente de leche, emanaba a la atmósfera una sustancia con destellos únicos de color azul celeste, que era absorbida por un aspirador enorme que la conducía hacia una máquina que la envasaba en contenedores enormes.

Mi mayor sorpresa se dio cuando tuve la oportunidad de leer la etiqueta de dichos envases:

“Magia de diente de leche.”

Mi intuición empezó a funcionar. Estábamos hablando de un producto único en este universo: la esencia de la magia, envasada en contenedores. Pero: ¿por qué de los dientes de leche?


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Miramos a nuestro alrededor y no había nadie por ningún lado. El grado de automatización de esa industria nos favorecía por una parte (pues podíamos investigar sin ser vistos), pero, por la otra, necesitábamos hablar con alguien que nos explicase de qué se trataba todo aquello.

Después de ver todo lo que podíamos ver, decidimos buscar a alguien que nos aclarase lo que estábamos descubriendo.

De repente, mi nieto me dijo que…quería hacer pipí. Sobraban lugares alrededor para que lo hiciese, sobre todo sin gente que nos observase. Pero me preocupaba que el pipí del nieto contaminase los materiales que se procesaban.

Empezamos a buscar el lugar ideal para desahogar el trámite urinario, y gracias a eso, vimos a un ser humano no muy lejos de nosotros.

La oportunidad era única: era una mujer pequeña –por lo tanto vulnerable físicamente- barriendo y cantando, así que hice que mi nieto orinase en una columna mientras yo planeaba el siguiente golpe.


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Una vez que mi nieto agotó su interminable pipí, nos acercamos en silencio a aquella mujer que barría el polvo de diente de leche mientras cantaba alocadamente en una plataforma metálica, pensando que nadie la veía o escuchaba.

Sin que ella pudiese darse cuenta, me acerqué por su espalda, le tapé la boca y junto con ella caí en el suelo. Sus ojos se abrieron enormemente por la sorpresa, así que me vi obligado, sin soltarle la boca, a sonreírle para calmarla. Noté que se distensionó, pero sus ojos seguían muy abiertos.


Le dije que no hiciese ruido, que le dejaría hablar si me prometía no gritar. Su respuesta fue:

“Aunque gritase, soy la única persona que trabaja en esta fábrica. Y usted, ¿quién es y por qué me derribó de esa manera?”

Tuve que mentirle:

“Soy un inspector del gobierno, y estoy investigando en secreto lo que parece ser una industria clandestina. Si usted no coopera con sus respuestas, podrá ser acusada de…”

La mujer se asustó, y me dijo que estaba dispuesta a platicarme todo lo que sabía de Industrias Pérez, S.A de C.V.


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Esa mujer se llamaba Adriana, y no era más que la barrendera de una fábrica superautomatizada. Sus únicos compañeros de trabajo estaban a unos 500 metros de distancia, encerrados en una cabina de control sin vista a la fábrica, simplemente monitoreando que todas las variables de proceso estuviesen dentro de lo especificado. Ella los veía cada quince días, cuando coincidían en las oficinas para cobrar su sueldo.

Entonces le hice la gran pregunta:

“¿De qué se trata todo esto? ¿Qué son las Industrias Pérez, S.A. de C.V.?”

Su respuesta nos dejó atónitos. Mi nieto estaba de verdad impresionado.


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Esto es lo que nos contó Adriana:

“Los bebés humanos nacen cargados de magia. Por eso nos gustan y alegran nuestra vida. Por eso nos enternecen y deseamos acariciarlos y protegerlos. Eso es producto de la magia que poseen.

¿De dónde sale esa magia? Es difícil explicarlo, pero el amor de la madre junto con la ilusiones del padre mientras el bebé se gesta, lo cargan de algo que nosotros llamamos magia, una fuerza especial única en el Universo. El bebé en el vientre materno percibe todo esto y lo asimila.

Así, cuando los bebés humanos nacen, todo es alegría y esperanza para quienes los rodean. Un bebé en la casa siempre es una bendición, algo mágico.

El Ratón Pérez, fundador de esta maravillosa empresa, descubrió la esencia de esa magia de los seres humanos, y supo que se encontraba precisamente en…los dientes de leche.

Cuando los niños pierden los dientes de leche, van perdiendo la magia. Así, cuando llegan a la pubertad, dejan de soñar cosas fantásticas, dejan de creer en las hadas y duendes, cuestionan a los padres, pierden el encanto.

Como el Ratón Pérez es un genio, generó un proceso industrial para extraer la magia de los dientes de leche. Cuando dominó la tecnología, abrió un pequeño negocio personal. Él se encargó de promocionar entre los niños humanos el que los dientes de leche tenían cierto valor económico (mucho más de lo que imaginamos). Empezó en pequeño, en un barrio modesto, trabajando duro todas las noches, canjeando dientes recién desprendidos por monedas de poco valor. Por las mañanas, aun mal dormido, procesaba los dientes y extraía la magia. Por las tardes la vendía envasada a sus clientes. Con el dinero conseguido, volvía a las mesitas de noche, y así durante muchos años.

Finalmente, el negocio fue creciendo con su esfuerzo. Cuando su clientela creció, habló con otros ratones, les ofreció empleo, y generó una red de abastecimiento muy seria, además de mucho prestigio entre los niños.

Igualmente, con su éxito, pudo financiar el equipo industrial necesario para procesar los dientes de leche –éste que vemos-, para envasarlo y comercializarlo en varios mundos…”

“¿Varios mundos?, pregunté interrumpiéndola. “¿De qué estamos hablando?”

Su respuesta fue increíble:

“Realmente el Ratón Pérez tiene pocos clientes humanos. A pesar de lo que disfrutamos la magia de los bebés en casa y la de algunos magos en el teatro, no somos conscientes de que la magia existe. En el caso de los bebés la llamamos ternura, y dejamos de ver lo maravilloso que hay detrás de ellos. Cuando vemos a un mago prodigioso, aplaudimos fuerte, pensando que todo es tecnología, que el mago y su proveedor tecnológico han logrado impresionarnos, pero nunca pensamos que la magia de los magos humanos sea verdadera.”

“¿Y cuáles son los clientes no humanos del Ratón Pérez?”, pregunté.

“El 95% de las ventas de Industrias Pérez, S.A. de C.V. se va a los siguientes rubros:


Hadas
Duendes
Dragones
Ogros
Ranas encantadas
Hombres-lobo
Orcos
Gnomos

Entre los pocos humanos que compran nuestros productos están:

David Copperfield
Criss Angel
Harry Anderson
Houdini

A todos ellos, humanos o no, les hacemos llegar nuestro producto. No es algo barato. Todos están conscientes de lo que vale y lo pagan de contado. Ese dinero (en cualquiera de sus presentaciones) va directo a las mesitas de noche de los niños humanos que canjean sus dientes de leche.”

Así, Adriana, la barrendera de la fábrica de magia de Industrias Pérez, S.A. de C.V., nos aclaró nuestro misterio, pidiéndonos que no lo divulgáramos. No hacía falta esa advertencia. Mi nieto y yo entendimos enseguida la fragilidad de ese negocio maravilloso.

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Ya de salida, ambos besamos a Adriana con agradecimiento. Ella, a cambio de nuestra agradable conversación, nos regaló una pequeña lata de magia para mi nieto, diciéndole:

“Cuando hayas perdido todos tus dientes de leche, abre esta lata y aspírala fuerte. Con eso seguirás siendo mágico muchos años, y disfrutarás de lo que otros humanos han dejado de hacer.”

Nieto y abuelo, siguiendo las indicaciones de la amable Adriana, salimos de la fábrica de Industrias Pérez, S.A. de C.V., tomamos nuestro auto y regresamos a casa completamente satisfechos de nuestra investigación:

El Ratón Pérez existía efectivamente. No era exactamente el mismo ratón que dejaba una moneda en nuestra mesita de noche a cambio de un diente de leche recién desprendido, pero sí era el fundador de una exitosa empresa que aprovechaba la magia perdida de los niños humanos para beneficio de hadas, duendes, dragones, ogros, ranas encantadas, hombres-lobo, orcos y gnomos, y de aquellos escasos seres humanos que creían en él, y quienes nos devolvían su magia disfrazada de espectáculo tecnológico.

El Ratón Pérez, además de ser un gran empresario, sabía hacer felices, con su tecnología y esfuerzo, a seres de muchos universos, entre ellos a nuestros adorados niños pequeños.

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