domingo, 25 de julio de 2010

Una poderosa razón para suponer que dejaste de quererme


Fue precisamente el día en que las golondrinas renunciaron a volar y se convirtieron en reptiles ponzoñosos; cuando los ríos contaminados de polvo de cometa decidieron desafiar a la gravedad e iniciaron su marcha hacia las montañas; cuando las nubes se volvieron portadoras de cuentos infantiles con finales desagradables, y cedieron a las rocas la acumulación del agua; cuando los tigres intercambiaron su color con los vegetales, que felices se vistieron de rayas negras y amarillas; cuando los caimanes del Amazonas optaron por convertirse en mascotas y disfrutar de las croquetas para perros que se venden en los supermercados; cuando las estrellas del universo, con toda razón, prefirieron ser estrellas de cine por eso del glamour de las alfombras rojas de absurdo nylon.

Ese día en que el sol decidió salir al anochecer (pero impuntualmente) -precisamente ese día- fue cuando me enteré, por una abeja chismosa de color azul celeste que se acercó a mi oreja frontal, que mi propia estufa me engañaba con mi frigorífico. No es que fuera un engaño tremendo, porque sé de sobra que ninguno de los dos muebles de cocina puede caminar hacia el otro por su propia voluntad, pero digamos que fue un engaño electrodoméstico-platónico, o simplemente virtual, como se dice en estos días.

Como hubiese sido el mencionado engaño, me sentí completamente ofendido. Pensé en asesinar al mueble enfriador de lámina de color blanco (o por lo menos en negarle la vital energía eléctrica).

Pero meditándolo fríamente (como siempre hacen los malditos frigoríficos), opté por cambiar de marca de cigarrillos para desahogar el coraje. La nueva marca era mentolada, que escogí confundiendo la frescura de la menta con la temperatura del congelador del odioso aparato.

Después de todo –pensé-, la vida había cambiado demasiado: en este nuevo universo, asesinar a un frigorífico podría traer consecuencias inimaginables, como por ejemplo, no tener hielo frío para enfriar mis bebidas favoritas, de las que tanto dependo…o que se echen a perder las carnes frías. O que tuviesen inexplicables derechos humanos para aparatos electrodomésticos, promovidos por una ONG inesperada y activa por subvenciones oficiales.

Y en todo ese proceso de desconcierto que viví intensamente en muy pocas horas, me di cuenta de que te habías marchado, porque nunca acudiste a consolarme. Y después de unos días me di cuenta de que el frigorífico tampoco estaba…ni la estufa.

No sé si tú y la estufa son un mismo ser, o si ambas comparten el romance con el frigorífico, o estamos en un cuadrángulo amoroso metálico-carnal inédito.

De lo que sí estoy seguro es que dejaste de quererme.

Y ya no estás.

domingo, 11 de julio de 2010

La dama del metro


Era una belleza que generaba el silencio cada vez que subía al vagón del metro en las horas pico, con su ropa provocativa, su mirada coqueta y su agradable sonrisa.

Nunca faltaba el turbio galán de cualquier edad y condición que se acercaba a ella para oler su perfume, para rozarla, para verla de muy cerca, para arrimarse sin contemplaciones.

Por las noches, ella revisaba las carteras y contaba el dinero que había sustraído a los muchos incautos que habían osado rozarla.

Su contabilidad personal era muy sencilla: el 20% era para pagar la renta de su lujoso departamento; otro 20% era para alimentarse con comida sana y nutritiva; otro 20% era para vacacionar tres meses al año en lugares remotos encantadores; y el resto era para mantener activo su particular negocio, comprando boletos de metro y ropa, mucha ropa; ropa ajustada, ropa provocativa.

sábado, 10 de julio de 2010

La danza de las horas


Hay Horas que pasan más rápido de lo quisiéramos. Otras Horas son interminables. También existen las Horas Amargas.

Existe también la Mala Hora, y algunos bares promueven para sus clientes la Hora Feliz, que a veces pasa más rápido que las Horas Rápidas.

Pero la más terrible de todas ellas, la que nos pone nerviosos, la más importante de esas extrañas divinidades que se escurren entre los dedos acortando nuestra existencia, es, sin lugar a dudas, la Hora de la Verdad.

jueves, 8 de julio de 2010

El Sarcasmo


Nació malvado, burlón, esquivo e inteligente.

Era hijo bastardo de una sociedad humana cobarde y retorcida que por muchas razones no asumía de frente sus juicios y sus comentarios.

Era la oveja negra de una rancia y tradicional familia que incluía a los chistes, a las bromas, a las ironías, a las caricaturas, a las sátiras y a la Mala Voluntad (que siempre se disfrazaba de blanca paloma, y de la que el Sarcasmo aprendió mucho).
Solía ser ameno y divertido como casi todos los pillos, pero el filo de su navaja era criminal, así como su disfraz era muy engañoso.

Las Bellas Artes, reconociendo su talento (o tal vez por sus propios temores), lo incluyeron en la Literatura como un estilo relevante y digno, si bien estaba muy lejos de serlo.

El Sarcasmo, astuto, sobrado e inteligente como nadie, sabía que no era para nada del agrado de aquellas distinguidas damas autorizadas por el Olimpo para calificar lo bueno de las creaciones humanas, y que su aceptación en aquella élite artística respondía más a temores que a méritos.

Una sonrisa burlona fue su respuesta a tanta farsa: el Sarcasmo se conocía perfectamente.

sábado, 3 de julio de 2010

La pulga sagrada


Una de las ventajas que poseen los dioses de nuestro universo, es que no tienen por qué dar explicaciones acerca de sus designios. El ser humano se conforma con aceptarlos, y los científicos siempre tratan de explicarlos, aunque no siempre lo logran.

Fue así que los traviesos dioses decidieron darle fama y gloria a una pulga común y corriente que vivía en el lomo de un perro callejero.


El parásito, que radicaba de tiempo atrás en la piel del Rataplán -perro callejero muy famoso en aquel barrio, por la forma especial en que solía rascarse-, fue indirectamente descubierto por doña Mariana, justo cuando salía de misa. Ella observó que el animalejo se rascaba ese día de una manera diferente, rítmica, digamos que religiosa. No era a lo que estaban acostumbrados los niños que solían jugar en aquella sombría y sucia calle cerrada cerca de la iglesia, que hoy, por cosas de la vida, es un lugar sagrado para muchos feligreses.

Así fue que doña Mariana regresó inmediatamente a la iglesia, y dijo al cura que tenía motivos suficientes para suponer que ese irrelevante perro tenía en su lomo algo extraordinario, único. El padre Francisco, que sabía mucho de la vida y era consciente de los escasos dineros de que disponía para cumplir sus misiones cristianas, fue inmediatamente a revisar los sacros movimientos de Rataplán. Para esos relevantes oficios, lo siguieron media docena de mujeres vestidas de negro, que poco tenían en qué ocuparse más allá de rezar de la mañana a la noche.

Y tras de observar el fenómeno del perro que de verdad se rascaba de manera especial, el cura hurgó en su lomo y descubrió a la pulga. Presionado por la mirada excitada de las ancianas fanáticas que llevaban toda la vida tras de un milagro, y sobre todo por los sueldos que tendría que pagar ese fin de semana, el sacerdote pensó rápido y gritó:

“¡Aleluya! ¡Aleluya!: se trata de la pulga Morianta, aquella que venía en el camello de Melchor cuando los Reyes Magos fueron a visitar a Jesús en el pesebre. Es la misma pulga que saltó a los cabellos del Sagrado Niño para succionar un poco de su Divina Sangre, y que por lo mismo se volvió inmortal, y hoy reaparece ante nuestros ojos para llenarnos de Fe y Esperanza. ¡Alabado sea el Señor!”

“¡Oremos todos! ¡Hagamos una misa ahora mismo para celebrar el milagroso evento!”

El cura ordenó repicar muchas veces las campanas de su iglesia, la que en pocos minutos estaba llena de creyentes que querían tocar a Rataplán, el asustado can sobre cuyo lomo radicaba Morianta, la pulga portadora -desde hacía más de dos mil años- de la Divina Sangre del Niño Jesús.

Lamentablemente, el incienso que se quemaba en aquella iglesia era un verdadero insecticida, mucho más poderoso que el DDT. La pulga murió asfixiada durante la misa, y Rataplán, que temía a las multitudes por experiencias del pasado, huyó en cuanto pudo del templo, a pesar de los esfuerzos de las mujeres de negro por retenerlo.

Como sea, a esas alturas de la misa dedicada a la pulga Morianta, la recaudación de las limosnas había sido extraordinaria, y el padre Francisco disfrutó, sin contárselo a nadie, del verdadero milagro que había ocurrido esa tarde: ahora podía pagar los salarios de su personal al día siguiente.

Las mujeres de negro se convirtieron por siempre en fanáticas adoradoras de Morianta, la Divina Pulga, y de Rataplán, el abnegado perro que alguna vez la llevó en su lomo.

El padre Francisco, que por sus malas experiencias estaba ya un poco alejado de la Fe, se arrodilló humildemente ante el altar al día siguiente, para dar gracias a Dios, a Rataplán y sobre todo a la difunta pulga Morianta, por el milagro ocurrido la tarde anterior.