jueves, 30 de octubre de 2008

Ermitaño


Guardaba bajo llave todos sus sentimientos y afectos en un complicado recoveco en el fondo de un agujero, en la hendidura más profunda de una oscura e inaccesible caverna de su alma, todo para evitar ser herido nuevamente.

miércoles, 29 de octubre de 2008

La excepción a todas las reglas


No era un ente, ni un ser, ni un concepto, ni nada que se pudiese definir por medio del lenguaje, pero el hecho es que estaba vivo.

Tampoco tenía antecedentes, ni historia, ni referencias a las cuales acogerse, pero no había duda de que existía.

Su esencia no era material, ni espiritual, ni abstracta, ni concreta, ni nada definible.

Lamentablemente parecía que nada tenía que hacer en este universo en donde todo tiene un sentido, una esencia, una razón de ser.

Flotó en la nada en medio del todo durante mucho tiempo, meditando sobre su naturaleza, hasta que finalmente concluyó que ni siquiera la tenía. Aquí estaba, pero no pertenecía a este universo ni a ningún otro.

Quiso culpar al Creador de su trágica e inútil existencia, pero éste le dijo que no era su criatura, que no existía de su parte ninguna responsabilidad relacionada con su presencia.

Un día, después de mucho sufrimiento y desconcierto, concluyó que su función en la vida era ser la Excepción deTodas las Reglas, la negación objetiva y absoluta de todo lo que existe, algo así como un antidios que confirma lo absurdo y lo imposible para darle sentido a todo lo lógico y posible.

Dedujo que sin él, el universo, tal como lo entendemos, sería una anomalía, una aberración absoluta, el sinsentido total.

Algo en su interior le hizo sentirse infinitamente orgulloso: supo finalmente que tenía una enorme y poderosa razón de ser.

martes, 28 de octubre de 2008

La muerte del gato encerrado


Era un gato maldito y tenebroso que disfrutaba desconcertando a la gente. Movía las cosas y los asuntos de manera misteriosa, ilógica y complicada, para después correr a encerrarse en su gatera y así, al no ser visto, jamás era culpado, a pesar de ser siempre el principal sospechoso.

Todo le funcionó bien, hasta que alguien más maldito y tenebroso que él decidió poner una cerradura misteriosa, ilógica y complicada en la gatera, para que el gato encerrado no lograra salir de ella.

El animalito murió de hambre pocos días después, y todos los enredijos quedaron aparentemente aclarados.

Dicen que quien le cambió la cerradura fue otro gato, pero hasta hoy nadie ha sido capaz de verlo. Seguramente está encerrado en alguna parte.

sábado, 25 de octubre de 2008

Reginaldo


Reginaldo era un Tiranosaurus Rex macho impresionante. Sus poderosos bramidos se escuchaban a mucha distancia, y los animales de la región que no lo conocían, se asustaban y corrían para alejarse y esconderse, pues se decían de él cosas terribles.

En realidad, Reginaldo no era tan peligroso como su tamaño y actitudes podían hacernos creer.

Le gustaba comer flores, después de deleitarse un rato largo con su aroma. Jamás le había gustado la carne, y se burlaba de sus compañeros acostumbrados a ser carroñeros.

Por las tardes solía acompañar a sus amigos brontosaurios al pantano, para revolcarse en el lodo y jugar arrojando agua para molestar a los pequeños mamíferos que se acercaban a beber. Disfrutaba de las libélulas, admirando su capacidad de vuelo, que hacía ver torpes a los poderosos pterodáctilos ya casi extintos.

Por las noches le gustaba dormir calentito, por lo que lo hacía en una cueva cercana a un corriente de lava que bajaba del enorme volcán Atsunari.

Y así, en cuanto se acomodaba sobre un montón de helechos aromáticos, Reginaldo, el imponente Tiranosaurus Rex, caía dormido, y soñaba con cosas preciosas, con nubes azules, con corrientes de lava de color rosa, con archeopterixes multicolores, y con hermosas y esbeltas dinosaurias que bailaban rítmicamente a la luz de luna llena.

viernes, 24 de octubre de 2008

Ella se vistió de seda


En un remate de ropa por el cambio de estación, compró finalmente lo que siempre había soñado: un vestido de seda.

Como se lo quería llevar puesto, pasó al vestidor: no podía creer lo que veía en el espejo.

Nada más salir de la tienda, notó las atrevidas miradas de los caballeros que pretendían desnudarla, así como la ácida envidia de las damas que por ahí circulaban.

Decidió pasear por las calles elegantes de la ciudad en busca de algún romance. No tardó mucho en encontrarlo: un apuesto y elegante joven le sonrió, la abordó y la invitó a un bar a tomar la copa.

Después de cenar en un restaurante de moda, ella accedió tímidamente a ir al departamento del joven.

Se besaron en la sala, y finalmente terminaron en la elegante recámara.

Ella se quitó sensualmente el vestido de seda, dejando asomar su cuerpo velludo y su larga y enrollada cola. No pudo entonces resistir la tentación de subirse al ropero ni de columpiarse en la lámpara. Después corrió a la cocina a buscar una banana.

El joven, horrorizado, llamó inmediatamente a emergencias, en donde le informaron que, en efecto, esa tarde, del zoológico local, se había escapado una mono-araña muy coqueta.

Por la mañana, la mona amaneció de nuevo en su jaula.

El desconcertado galán pasó muchas tardes de su vida recostado en el diván de su psicólogo.

jueves, 23 de octubre de 2008

El engreído agujero en el queso


Aquel agujero presumía a diestra y siniestra de no tener nada de colesterol ni de grasa, en contraste con el resto del queso Emmental al que pertenecía, que los poseía en abundancia.

También decía que su aroma era tan agradable e intenso como el del resto del queso.

Por todo lo anterior, se consideraba a sí mismo como sano y dietético, algo único, una parte del queso muy especial y muy superior en muchos aspectos.

Argumentaba además que él no pesaba para nada en la economía doméstica.

lunes, 20 de octubre de 2008

El caballo regalado que cuidaba su dentadura


Sabiendo por las actitudes de su dueño que iba a ser regalado, aquel caballo –por si le veían los dientes- decidió ir al dentista para eliminar algunas caries, hacerse limpieza dental y mejorar su aliento.

domingo, 19 de octubre de 2008

El famoso pájaro en mano


Era un pájaro que pretendía ser mucho más de lo que realmente era. Por esa razón, decidió valer más que otros cien pájaros que por ahí volaban, entregándose voluntariamente a la mano de un transeúnte.

domingo, 5 de octubre de 2008

El dios surgido de la mar


Era el año 1011 del Señor. Ingemar despertó en una playa desconocida. Sólo recordaba su nombre y el viento huracanado que había destrozado su barcaza.

Quienes lo rodeaban en ese momento eran seres extraños, de facciones indias semejantes a aquellos que habían asesinado a su amigo Johan, pero éstos se veían amigables. Estaban desarmados, y le proporcionaban miel y frutas para reconstituirlo.

Volteó a todas partes para ver si alguno de sus compañeros estaba cerca, pero recordó que el naufragio había sido en alta mar, y que era un verdadero milagro que él hubiese sobrevivido.

El agotamiento, tras de haber ingerido algunas frutas sabrosas y reconstituyentes, le hizo dormir. Algo le decía que estaba en buenas manos.


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Era el año 982 del Señor. Eric el Rojo fue expulsado de la sociedad vikinga cristianizada a la que pertenecía, en lo que hoy es Noruega. Se le atribuían asesinatos, pero más que nada, era su actividad política lo que afectaba los intereses de quienes regían el mundo nórdico.

Su única opción fue dirigirse, con una treintena de familias, hacia un oasis en Groenlandia.

Las condiciones climáticas de ese nórdico lugar no eran las mejores, pero su gente se asentó ahí y sobrevivió con la pesca.

Sin embargo, la explosión demográfica de su pequeña colonia hizo que Eric pensase mejor las cosas. Uno de sus marinos allegados le dijo un día:

“A cuatro jornadas de navegación hacia el poniente, existe una tierra maravillosa llamada Vinland, en donde podríamos pasar épocas mejores.”

Eric el Rojo ya era viejo, y sus responsabilidades en la colonia lo obligaban a no moverse, por lo que invitó a su hijo Leif a que navegase a Vinland para evaluarla como opción de supervivencia.

Leif, adulto joven, pero consciente de lo precario de su colonia en Groenlandia, asumió el reto.

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Era el año 1010 del Señor cuando dos embarcaciones de madera salieron del oasis de Groenlandia rumbo al poniente. Eran unos veinte hombres, dirigidos por Leif Ericson, el hijo de Eric el Rojo, quienes, preocupados por la complicada situación de sus familias, decidieron ir en busca de mejores tierras. Entre ellos viajaba un marino sencillo pero sabio, de nombre Ingemar.

Llegaron en pocos días a su destino, en lo que hoy se conoce como la península del Labrador, y se maravillaron de la belleza de aquellos lugares repletos de bosques coníferos.

Buscaron una bahía sin viento y ahí atracaron. Tras de una pequeña exploración a la zona, decidieron que era segura.

Sin embargo, desde la oscuridad del bosque, eran observados por ojos penetrantes que pertenecían a caras pintadas de rojo y blanco.

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En cuanto desembarcaron, Leif Ericson ordenó la construcción de tres cabañas. Permanecerían ahí unos meses antes de enviar un mensajero a Groenlandia para llamar a sus familias.

Una noche, sin embargo, cuando el grupo se preparaba para dormir, indios hostiles irrumpieron la pequeña aldea y generaron una masacre contra los rubios invasores.

En la confusión de la batalla, viendo que nada había ya que hacer para evitar el exterminio de su gente, Ingemar y dos compañeros huyeron hacia las barcazas ancladas en la cercana bahía. Tomaron una, y a toda prisa se perdieron en la oscuridad de un océano que les serviría de refugio temporal.

Esa noche, una inesperada y enorme tormenta llevó la nave a lugares desconocidos. A pesar de ser expertos navegantes, los vientos y las olas los portaron lejos de todo lo conocido.

Dos días después, la nave, rota en su estructura, empezó a doblarse. El agua empezó a entrar en el bodegón. Ingemar y sus dos compañeros intentaron sacarla, pero un tronido les hizo ver que la nave estaba ya vencida. Un enorme torrente de agua inundó la barcaza.

Eso era todo lo que Ingemar recordaba al momento de despertar en una extraña habitación hecha de madera y palma.


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Era el año 1011 del Señor. Extraños cantos de aves y ruidos selváticos nuevos para él lo despertaron. Sintió un clima cálido y húmedo.

Estaba débil, y prefirió no huir antes de saber quién lo había llevado a ese lugar. Como sea, lo habían nutrido y asilado. No podía ser gente peligrosa.

Asomó por la pequeña ventana al escuchar el ruido de las olas. Vio una hermosa playa dorada que enmarcaba un océano azul profundo. Había árboles extraños, muy diferentes a los que él conocía. Después sabría que se trataba de palmas.

Una vez habiendo entendido todo lo posible de su nueva y extraña situación, emitió un grito amigable en su idioma para ver si había alguien cerca de él.

Inmediatamente llegaron dos indias sonrientes con un cesto de frutas desconocidas muy coloridas y aromáticas. Tenía hambre, así que devolvió la sonrisa y las fue comiendo una a una. Las mujeres lo observaban admiradas, sonrientes, amables.


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Poco tiempo después llegaron dos hombres y las mujeres se retiraron. Uno de ellos
era un cacique engalanado con llamativo plumaje en la cabeza. El otro era una especie de traductor que se dirigió a Ingemar infructuosamente en varias lenguas nativas.

Como sea, el extraño e ininteligible interrogatorio al que fue sometido, no fue desagradable. Obviamente querían saber quién era él. Con señas, gestos y algún vocablo en latín, él trato de contarles su historia.

No lo logró. Ellos estaban convencidos de que trataban con un dios. Sus ojos azules y su cabello rubio eran extraordinarios para los indios. El día anterior, al ser levantado su desvanecido cuerpo en la playa, el lucero de las mañanas –nuestro planeta Venus- lucía esplendoroso. Y para los indios, esa estrella matutina del mismo color de los ojos del náufrago, no era otra cosa que el dios serpiente Quetzalcóatl.

Tras de casi una hora de intentos de entendimiento con esos extraños indios, Ingemar se dio cuenta de que su situación era de privilegio: se había convertido en un dios local, y su nuevo nombre era Quetzalcóatl.

Si bien debía ser cauteloso, él decidió adoptar su nueva personalidad.

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Lo dejaron descansar un rato más, pues todavía se veía débil. Cuando despertó se encontró alrededor de su lecho con muchas más extrañas frutas, pero le llamó más la atención un cesto lleno de piedras de hermosos colores. Se trataba, desde luego, de un regalo para un dios.

Pronto vinieron a despertarlo y lo invitaron a salir a la playa, en donde una veintena de indios lo esperaban sentados alrededor de una fogata ritual. Todos le brindaron una genuflexión humilde, y le indicaron que se echase sobre una extraña alfombra hecha de un material vegetal fibroso para él desconocido.

El cacique que lo había entrevistado unas horas antes, habló para todos los asistentes. Ingemar –ahora Quetzalcóatl- comprendió el discurso: se sentían afortunados de que su aldea hubiese sido visitada por un dios.

Ahora lo más importante para él era comunicarse con esa amable gente que lo adoraba. Comprendió que ellos jamás entenderían su idioma, así que decidió abocarse a aprender la lengua nativa.

En menos de una semana, Quetzalcóatl poseería suficientes vocablos para expresarse y entender a sus interlocutores.

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Ingemar había dejado en Groenlandia una joven esposa embarazada y un hermoso bebé
regordete. De alguna manera concluyó que debería aprovechar su situación de dios para lograr que esa gente lo ayudase a construir una nave capaz de llevarlo de regreso a casa.

Sus conocimientos de marinero lo ubicaban muy al sur y al oriente de su hogar, pero él se las arreglaría para llegar, siempre y cuando los indios le proporcionasen madera, cuerdas, tejidos y herramientas.

Pronto se dio cuenta de que no sería tan fácil irse de ahí. Le hablaron de un gran señor, un tal Tezcatlipoca, que reinaba vastas regiones, incluida aquella hermosa aldea en la playa, quien quería conocerlo en su palacio.

Los indios locales se llamaban a sí mismos totonacas, y reconocían ser vasallos del gran señor de Tula, la gran metrópoli del imperio tolteca.

Su fe neocristiana y su optimismo lo indujeron a creer que ese tan poderoso rey Tezcatlipoca sería capaz de proporcionarle los recursos necesarios para su retorno a Groenlandia, así que aceptó emprender la marcha de tres jornadas hacia Tula.


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Ingemar no podía quejarse de las atenciones recibidas de parte de los totonacas durante su estancia en la aldea de la playa, ni de la forma en que fue tratado y atendido durante el largo caminar hacia Tula.

Tampoco fue mal recibido en la gran metrópoli, toda vez que los rumores en la región corrían rápido en Mesoamérica, y no todos los días aparecía un dios en una playa.

El mismo Tezcatlipoca, el gran señor de Tula, salió de la ciudad para recibirlo, rindiéndole una extraña forma de adoración.

Ingemar estaba sorprendido por todo esto, y temía que, si declaraba no ser una deidad, fuese asesinado. No podía olvidar que tan sólo era un marino náufrago extranjero, por más que los indios lo adorasen.

Le concedieron una habitación lujosa en su propio templo –el del dios Quetzalcóatl- y le brindaron ropa, penachos y toda clase de comodidades.


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En cierta forma, Ingemar-Quetzalcóatl era una divinidad: su caudal de conocimientos
en agricultura, en carpintería, en astronomía y en otras artes, le permitía ser un dios maestro, un catedrático divino en tierra de indios. Pronto su casa en el templo se convirtió en un aula llena de aprendices adoradores que asimilaban todos los conocimientos exóticos con cara de sorprendidos.

Cuando las asignaturas aprendidas fueron llevadas a la práctica, en cuestión de semanas se vieron los resultados: el maíz crecía más rápido; el aguamiel de los magueyes fue fermentado y convertido en embriagante pulque; los muebles de las vacías casas indígenas proporcionaron comodidad y funcionalidad.

Tezcatlipoca, interesado en el asunto y un poco celoso por el éxito inusitado de Quetzalcóatl, empezó a analizar la posibilidad de que éste no fuese un dios, sino tan sólo un hombre perteneciente a una cultura mucho más desarrollada…

Sin embargo, era tarde para manifestarlo ante sus súbditos: éstos ya lo veneraban en demasía.

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Llegó la temporada de ceremonias para satisfacer a los dioses, e Ingemar vio horrorizado cómo le brindaban corazones de seres humanos para que los devorase. Se negó a hacerlo como buen cristiano, y fue entonces que entró en conflicto con la casta sacerdotal que hasta entonces lo había cobijado. ¿Cómo podía el dios Quetzalcóatl no alimentarse de corazones humanos?

Lo anterior llegó enseguida a oídos de Tezcatlipoca, quien con ello confirmó sus sospechas: el dios era un usurpador, un humano avezado, muy lejos de ser una deidad.

Lamentablemente para el Señor de Tula, miles de indios adoraban y admiraban al dios surgido de la mar, así que era un poco tarde para enfrentarlo: había que asesinarlo discretamente, desapareciendo su cadáver para siempre.

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Era el año 1012 del Señor.


Ingemar-Quetzalcóatl notó el cambio de actitud de los cercanos a Tezcatlipoca, y se hizo rodear de sus adoradores, advertidos éstos del riesgo que corría del monarca celoso.

Ya convencido de que jamás Tezcatlipoca le daría elementos para construir una nave y regresar a casa, Ingemar no vio más opción, para salvar su vida y rescatar para el verdadero Dios –el cristiano- a los infelices indios que lo seguían fielmente, que generar una rebelión para destronar a aquél.

Pocos días después, en un intento de éste de asesinar a Ingemar, la rebelión tomó forma de guerra civil. Ambos bandos ocuparon diferentes lugares en la ciudad y las hostilidades empezaron de casa en casa. Hubo muchos muertos en Tula.

Una noche, Ingemar-Quetzalcóatl desapareció. Nunca quedó claro si fue secuestrado y asesinado, o si él mismo, arrepentido por las masacres que su presencia había generado, huyó de la ciudad esperando que con ello regresase la calma a Tula.

Jamás se volvió a saber de él.

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La guerra civil continuó varios años. Finalmente, las huestes de Tezcatlipoca derrotaron a los casi cristianizados adoradores de Quetzalcóatl. Muchos fueron sacrificados, pero dos grupos numerosos lograron escapar, uno hacia el sur y el otro hacia el poniente.

Los del sur llegaron a la península de Yucatán, asentándose en la abandonada ciudad maya de Chichén. Se llamaban a sí mismos los itzáes, y refundaron la ciudad con el nombre de Chichén Itzá. El templo principal, de origen maya, fue rehecho para adorar al gran Quetzalcóatl, el dios maestro, el dios serpiente de impresionantes ojos claros. Hoy, en los días de equinoccio, podemos ver al dios serpiente descender, por efectos de sol y sombra, las escaleras de la pirámide.

Los del poniente llegaron a una ciudad abandonada por los olmecas y los teotihuacanos, renombrándola Cholollan, tierra de refugiados. En ella construyeron
un hermoso templo dedicado a su gran divinidad, Quetzalcóatl, el hombre rubio blanco y barbado que les brindó tanta sabiduría y los alejó por siempre del salvajismo de los toltecas.

viernes, 3 de octubre de 2008

El trágico destino de la sabandija


En cuanto rompió el cascarón de su huevo y se vio de cuerpo entero a la luz del día, se dio cuenta de que había nacido sabandija.

Eso no era nada bueno, pues, como ella sabía, traía muchas consecuencias negativas: sería repugnante y asquerosa, y por si eso fuera poco, viviría en lugares sucios y húmedos, además de ser malvada y ponzoñosa.

Intentó regresar al huevo y recolocar los pedazos de cascarón en el lugar original, como para negar su nacimiento, pero todo fue inútil: ya no cabía en ese lugar.

Así, la sabandija tuvo que enfrentar su suerte de ser sabandija por el resto de sus días, sin jamás haberlo deseado ni merecido.