martes, 4 de junio de 2019

Yo no soy supersticioso

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Ramón era un hombre canoso y veterano que decidió jubilarse en un pueblo cercano a la capital. Era científico, objetivo y sobrio. A pesar de la formación religiosa de su familia y de su medio, siempre respetó la normatividad científica inculcada en la universidad. Todo lo que pensaba o concluía pasaba previamente el filtro del método científico.

Tepoztlán, en donde Ramón decidió radicar tras de jubilarse, era un pueblo excepcional por su belleza. Algunas montañas de mediano tamaño, conformadas por rocas de dureza relativa, presentaban aspectos de erosión que eran bellísimos a los ojos de los visitantes, al extremo de que había rumores de que habían sido esculpidas por extraterrestres.

Gente más audaz (y menos científica) asignó a la plaza toda clase de magias y esoterismos. El hecho era que Tepoztlán era el reino de la anticiencia, de los ovnis, de la magia y brujería, de las cosas extraordinarias.

Ramón llegó ahí dispuesto a pasar tranquilamente el resto de sus días. No era antisociable, así que en relativo poco tiempo empezó a relacionarse con gente de su nivel económico y profesional. 

Pasaba el tiempo y las pláticas con nuevos amigos, y él empezó a notar un “común denominador” en las tertulias: las conversaciones siempre acababan yéndose al tema de los extraterrestres, de la magia del lugar, o del esoterismo universal. Parecía una obsesión local.

Un poco decepcionado por tantas pláticas irrelevantes, se volvió más selecto, y de alguna manera decidió reducir su círculo intelectual a un mínimo de profesionistas científicos que mantuviesen el mínimo rigor de juicio para mantener diálogos objetivos.

Después de una decena de fracasos en ese sentido, Ramón conoció a Edgar, un tipazo con una claridad mental impresionante, un hombre que tenía veinte años radicando en el pueblo.   

Durante varias semanas, Ramón pensó que había encontrado en Edgar el compañero ideal y objetivo, hasta que un día, Edgar le confesó:

“Tienes toda la razón en que en este pueblo toda la gente es supersticiosa, excepto nosotros dos. Aquí todos creen en brujos, en chamanes, en duendes y en cosas raras. Tú y yo somos privilegiados mentales al estar fuera de esas cosas. No sé cómo tú lo logres, pero te voy a confesar mi secreto: Yo estoy vacunado contra la superstición y las supercherías locales, gracias a que todas las noches duermo con una pirámide de ónice sobre mi mesita de noche."

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