viernes, 7 de junio de 2019

El perro ajedrecista

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Era un pastor alemán descendiente de Rin-tin-tin, aquel perro maravilloso que, cuando escuchaba los bélicos clarines de Fuerte Apache, salía tras de la caballería vestida de azul, a aniquilar a los indios hostiles y malvados que amenazaban  el creciente y expansivo bienestar gringo de mediados del siglo XIX.

El  descendiente se llamaba Matacuás- alguien conspiró en su contra- pero no fue, definitivamente, la naturaleza. Nuestro héroe canino era definitivamente un genio.

En ese preciso momento –diciembre de 1990- se encontraba, a sus cuatro años de edad, disputando la gran final del XXXII Torneo Mundial de Ajedrez, ni más ni menos que contra Garry Kasparov, el soviético que había humillado previamente a Anatoli Karpov. Matacuás tenía acorralado en la partida definitiva a Kasparov.

No solamente lo tenía a punto del jaque mate, sino que éste ni siquiera lo imaginaba.  En un par más de jugadas, la especie canina podría demostrar que los humanos eran un éxito evolutivo muy circunstancial.

Pero Matacuás no estaba bien preparado psicológicamente. Su entrenador omitió microdetalles en su desarrollo ajedrecístico, y un mínimo destello de alegría en el movimiento de su rabo incontrolado despertó a Garry Kasparov de su falta de observación: se dio cuenta de lo que Matacuás pretendía con el “caballo 4  dama 2”, así que movió su alfil a  “torre 2 dama 4”.

Con esta última jugada, el perro perdió la partida de su vida. Hoy Kasparov vive en Crimea y come caviar del Volga, rodeado de lujos inimaginables. Matacuás come insípidas croquetas Pet Planet en un traspatio neoyorquino lleno de basura.

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