Normalmente los cuentos disfrutan siendo
cuentos. Hacen lo que pueden por trascender en el mundo de la ficción, de lo
fantástico, pero jamás pretenden entrar en los terrenos de la realidad.
El cuento de este cuento –o mejor dicho, el
cuento de esta historia, para no entrar en complicadas contradicciones- es que
no quería ser cuento, sino historia real, y esas pretensiones literarias suelen
conllevar mucha infelicidad y frustraciones.
Desde el principio, nuestro cuento tuvo dos
cómplices o verdugos, cuestión de enfoques.
El primero fue su autor quien, siendo un
excelente creador de cuentos, le imprimió tal calidad literaria a su obra, que
no sólo confundía al lector, sino al propio cuento. Así, sus personajes se
consideraban personas como tú o como yo, y pretendían ocupar espacios reales,
siendo nada más que seres incorpóreos, ficticios, fantásticos.
El segundo fue aquel niño ingenuo que en todo
creía, al extremo de que durante mucho tiempo vivió obsesionado tratando de conocer
en persona a la Caperucita Roja, a Peter Pan y a Bambi, y años más tarde, y con
más razón, a los personajes de nuestro cuento. Cuando lo acabó de leer, su
absurda credulidad infantil alimentó de locas esperanzas a cada renglón de
aquel frustrado libro lleno de exquisitos párrafos que se acercaban mucho a la
realidad, pero sin jamás llegar a serlo.
Así, nuestro cuento pasó mucho tiempo pensando
que era real.
Pero había algo que no lo dejaba dormir
tranquilo: el viejo bibliotecario jamás le concedió un lugar en el estante de
los libros de historia, y eso era de verdad preocupante. Su lugar era,
lamentablemente, el librero de los cuentos.
Nuestro amigo el cuento anhelaba vehemente que
aquel sabio anciano lo colocase en el librero de la derecha, el de los temas de
historia, cosa que jamás sucedió.
Así, una mañana, cuando el niño crédulo, por
enésima vez, quiso leer el cuento, al abrir el libro, encontró solamente hojas
en blanco. El cuento que alguna vez pretendió ser historia, había decidido
suicidarse.
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