El autor (que en este
caso no lo fue) era un hombre muy creativo. Sus ideas brotaban como excelso
manantial de agua fértil, en donde las musas nadaban alegremente en todo
momento.
Su capacidad de
convertir una simple idea en un texto genial era mundialmente reconocida:
premios literarios de todo tipo se mostraban orgullosamente en sus vitrinas.
Pero aquella idea
nunca prosperó. Surgió de repente, en un momento de inspiración. Él la acarició
durante algunos minutos. La dejó para más adelante. Ella insistía en ser un
precioso cuento, pero el autor tenía otros proyectos, otros objetivos.
La idea insistía. Cada
mañana, cuando el autor despertaba, ella se hacía presente: “¡Hey, aquí estoy.
Valgo la pena!”
Y él coqueteaba con
ella, le generaba falsas ilusiones…y la dejaba caer día tras día.
Un día la idea, ya
desesperada por convertirse en cuento, intentó su última jugada: su propuesta
era ya mucho más que un argumento: le brindó frases, personajes, finales
felices y finales tristes, dramas y comedias, opciones, estilos literarios,
optimismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario