Hubo una vez un cordón umbilical que cumplió
muy bien con sus encomiendas primarias, biológicas y nutricionales.
Efectivamente, la bebé a él asignada nació hermosa, llena de energía y con un
peso bastante superior a la media estadística de su raza y nación.
Algo extraño y casi desapercibido ocurrió, sin
embargo, un momento después del alumbramiento de la regordeta nena, cuando el
gineco-obstetra responsable del parto hizo uso de la esterilizada tijera para
cortar aquel tubo biológico ya innecesario: el médico especialista creyó
escuchar algo así como un leve gemido, un ruido extraño inexplicable que significaba
¡carajo! en el ininteligible lenguaje de las tripas humanas, que obviamente está
fuera de nuestra mundana audición y comprensión.
El subconsciente del obstetra, un poco
extrañado y angustiado por aquel sutil gemido inesperado, obligó a su portador corporal a
mover los dedos artísticamente, y, emulando a Leonardo da Vinci, éste hizo una verdadera
obra de arte, al anudar magistralmente el ombligo de la recién nacida criatura.
Él nunca lo supo, ni nadie jamás se lo
reconoció formalmente, pero aquel ombligo de su creación manual -veinte años
después- se equipararía a la vista con a la Capilla Sixtina o al Taj Mahal
en lo referente a sexualidad, a estética
corporal: los hombres que lo miraban (o eventualmente acariciaban) se volvían
locos en la playa –y a veces en la cama- disfrutando de aquel nudo biológico-existencial
tan sublime.
Pero regresemos a aquel especial cordón umbilical
de hacía veinte años, el del gemido, el orgulloso generador de un ombligo sexy
de época.
Hoy se sabe que los cordones umbilicales trascienden
a veces a la tijera esterilizada, al corte obstétrico, a ser tirados a la
basura, a la resequedad, a ser considerados
como células madre y otras necedades tecnológicas o esotéricas de moda en
nuestro complicado mundo. Muchos de ellos se transforman en espíritus, en entes
que jamás abandonan a su criatura original, a su ombligo de antaño, sin
importar el tiempo que pase. Son seres obsesivos que deciden estar junto a
nosotros para siempre.
Nuestro cordón umbilical, el de esta historia,
-aún presente en este mundo como espectro asilado en el cerebro de la regordeta
bebé de antaño, hoy convertida en apetecible mujer- no había renunciado para nada a sus
obligaciones neuróticas.
Así, la encantadora, sexy y aparentemente
mujer de mundo poseedora de uno de los ombligos más bellos del planeta, cada
vez que tenía un orgasmo con el amante en turno, sentía la obligación compulsiva
de usar su teléfono móvil para decirle a su mami:
“¡No sabes cómo te extraño!”
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