“Mi nombre es Ariana, aunque en realidad soy
Ana Lucía, y he sido adicta al sexo. Desde jovencita me he dedicado a la
prostitución. Aclaro que, desde el principio y hasta la fecha, siempre ha sido
por gusto. No he tenido en mi vida la menor necesidad económica ni problemas
sociales que me hayan inducido a esa profesión que reconozco haber asumido de
buena gana.
Hoy estoy
arrepentida, y vengo con ustedes para que me ayuden a alejarme de esa
vida viciosa.”
Clap, clap, clap, clap (aplausos fuertes de
los asistentes).
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Si bien se parecía en muchos aspectos a
Alcohólicos Anónimos, este particular grupo de adultos reunidos en una vieja casona
en la ciudad Buenos Aires, distaba mucho de serlo, sobre todo por la sinceridad
y la experiencia de sus miembros. Todos estaban aquí de corazón, sin entender
del todo por qué, pero llenos de esperanza.
No había sido instituido formalmente por
alguna ONG piadosa y financiada, sino por los mismos integrantes -pocos, pero todos
ellos completamente convencidos de lo que hacían-.
Lo conformaban:
- una ninfómana redimida (María Luisa)
- un ex-violador (Hugo Ramírez)
- una prostituta que ansiaba retirarse (Ariana)
- un viejo rabo verde aburrido de fracasar con las jovencitas
(Alfredo)
- un play boy con cientos de historias tortuosas (Gianni)
- una mujer que mil veces engañó a su marido (Josefina)
- un homosexual de época, una leyenda de promiscuidad en su medio
(Lolita)
Uno tras otro, sin ninguna inhibición, fueron
presentándose ante sus compañeros.
Un mes antes, Hugo Ramírez, ex-convicto por
haber violado a tres mujeres, recibió una extraña carta en su domicilio, con el
siguiente texto:
“Estimado Hugo:
Si bien tú no me conoces, yo he seguido de
cerca tus pasos desde que hace dos años abandonaste la Unidad Penitenciaria.
Sé que te has portado bien desde entonces, pero he notado que sufres
conteniéndote cuando ves a las mujeres con falda corta. Ambos sabemos que
sigues siendo vulnerable, y que podrías recaer en cualquier momento. Sabes que
las consecuencias serían terribles dadas tus condiciones de libertad bajo
fianza y tus antecedentes.
Por eso quiero invitarte a conformar un grupo
especial, un grupo que he decidido llamar “el club de las hormonas maduras”, un
grupo de autoprotección que sé que te ayudará a salir adelante. Sé que
aceptarás esta invitación. Pronto, en unos días, te haré llegar el lugar y la
hora para tener una reunión con gente que tiene problemas semejantes a los
tuyos, que llamaremos, de momento “el síndrome de incontinencia hormonal”.
Mientras tanto, sé bienvenido al “club de las
hormonas maduras”.
Un saludo del coordinador del CHM.”
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María Luisa vio con cierta desesperación como
su amante de esta noche se vestía y se alejaba agotado de su departamento.
La misma historia de siempre se repetía: noche
tras noche, ella buscaba desesperadamente, en los bares y tabernas, un nuevo
compañero para pasar la velada sexual. Como era una ninfómana experta, sabía
lucir sus encantos en el corto plazo, y pocas eran las noches en que un nuevo
desconocido no calentaba su lecho dispuesto a acariciar sus bellas piernas y
otras cosas.
Pero siempre ocurría lo mismo: ningún hombre
soportaba su presión sexual toda la noche. Los más resistentes lograban tener
sexo con ella cuatro o cinco veces, cuando lo que ella necesitaba era una
veintena de orgasmos en cada sesión. Además, todos le prometían que regresarían
a la noche siguiente, pero ninguno lo hacía, por más favores y fantasías
eróticas que ella hubiese desplegado.
Decidió buscar su vibrador para aniquilar la
necesidad que le quemaba sus interiores, cuando descubrió sobre el buró un
sobre que contenía una carta. Lo había dejado –sin lugar a dudas- el frustrante
compañero de esa noche.
Abrió el sobre, leyó la carta, y un par de
lágrimas brotaron de sus ojos: era una invitación sincera a redimirse. La firmaba “el coordinador del CHM”.
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Alfredo siempre esperaba pacientemente a que
dieran las 13 horas para que las estudiantes de la escuela secundaria saliesen
de clase para ir a casa. Le gustaba disfrutar de esos cuerpos juveniles, de los
senos incipientes y de los muslos desnudos que enseñaban las más atrevidas
colegialas, con sus faldas excepcionalmente cortas.
Casi todos los días, Alfredo intentaba abordar
a alguna de ellas, fuera con piropos, fuera preguntándoles la hora, o con
cualquier otro truco barato y sobado.
Las colegialas apostaban bromeando siempre,
antes de salir de la escuela, acerca de quién sería la “afortunada” de recibir
esa tarde las anticuadas propuestas de romance de aquel cincuentón feo y mal
vestido, obsesionado con lo imposible.
Aquel día, la suerte parecía cambiar para
Alfredo. Una chica joven y bien formada, con la falda muy corta, se le acercó
espontánea, y le dio una tarjeta envuelta en papel de regalo, con un corazón y
un moño. Ella se fue enseguida, mientras él, sorprendido, abría esperanzado el
sobre envuelto en papel rojo.
Lo leyó rápidamente, y su ceño se frunció,
derritiéndose por completo la libidinosa sonrisa que el acercamiento de la
adolescente le había generado.
La carta decía:
“Estimado Alfredo:
Das lástima. Eres la burla de las estudiantes
y toda una vergüenza social. ¿No te das cuenta de que eres patético?
Te invito a que medites al respecto. Pronto
recibirás una invitación que te sacará –de aceptarla- de esa mediocre y
vergonzosa vida que llevas.
Atentamente, el coordinador del CHM.”
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Lolita había estado ya unas siete veces en la
cárcel por delitos menores (promiscuidad, homosexualidad y putería), y había
estado en la Cruz Roja
unas cinco, siempre recuperándose de las golpizas que frecuentemente recibía
como consecuencia de esa vida pecadora y desubicada.
No estaba claro si su mala fortuna en la vida
era realmente su culpa, pues estaba consciente de que algo muy profundo de su
ser era lo que lo obligaba a ser así. Efectivamente, era un gran homosexual al
que no le gustaban los homosexuales, sino los hombres hombres, aquellos que
nada querrían saber en sus vidas de desviaciones sexuales como las que él
(¿ella?) solía proponer.
Por eso Lolita era frecuentemente golpeado, no
solamente por los “machos” ofendidos, sino por muchos hombres normales que eran
sexualmente acorralados por el incontinente homosexual que gustaba de llamarse
a sí mismo Lolita.
La vida de Lolita era terriblemente patética,
así que cuando encontró en su buró aquella carta, la besó y la guardó dentro de
su sostén con toda ilusión, esperando que aquel desconocido que se autollamaba
coordinador del CHM, lo contactara y lo sacara de esa inacabable tormenta
existencial.
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“Mi nombre es Josefina, y soy mucho más puta
que Ariana, pero soy tan farsante que me hago pasar por dama de sociedad, por
esposa abnegada. Mi marido es un buen hombre, serio, trabajador, cariñoso, buen
padre, y yo le pago casi a diario con una enorme ración de cuernos. Tengo cinco
amantes, he tenido decenas. Raros son los días en que no tengo relaciones con
un hombre. No lo puedo evitar. El olor a hombre me excita, me desnuda, no lo
resisto.
Por eso estoy aquí. Quiero ser buena esposa,
quiero respetar a mis hijos y a mi marido. Ya no quiero seguir entregándome a
cuanto hombre se me acerca.
Por eso, cuando fui convocada a esta reunión,
fui a la iglesia de Santa Teresa a pedirle a Dios una oportunidad de redimirme.
Lamentablemente esa noche conocí al párroco, al padre Francisco, y con él me
fui a la cama inmediatamente.
Estoy desesperada. No sé si tenga remedio.”
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Salía Gianni a media noche de un lugar muy
exclusivo, acompañado de una mujer bellísima con escote y minifalda, cuando
sintió –justo al momento de recibir su Ferrari F50 del empleado del valet parking- un enorme vacío
existencial. La mujer sólo pensaba en pasar una deliciosa noche de sexo con el
play boy de moda en la ciudad. Gianni ya no estaba tan seguro de soportarlo.
Tantas noches de juerga cara, tantas bellas
mujeres entregándosele fácilmente, tantas propuestas de mujeres casadas, tanto
mundo despilfarrado, lo tenían ya harto. Abrió la guantera de su auto para
sacar su teléfono móvil, y se dio cuenta de que ahí había un sobre inesperado. Alguien
había dejado un mensaje importante para él.
Decidió –ante la enorme sorpresa y frustración
de la acompañante- irse a dormir solo a su pent-house. Una vez enfundado en su
bata de seda, abrió el sobre. Lo que leyó lo afectó enormemente.
Unos días más tarde, de pie ante un grupo de
desconocidos, reconocía:
“Mi nombre es Gianni. Soy un perfecto imbécil
extraviado en la vida. Dios me dio todo, menos cordura y valores. He arrasado
con muchas conciencias. He comprado almas y cuerpos. Estoy aquí con ustedes
para que me ubiquen, para que me saquen de este espantoso agujero en que me
encuentro. Por favor, ¡ayúdenme!
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