domingo, 17 de febrero de 2019

El club de la hormonas maduras


“Mi nombre es Ariana, aunque en realidad soy Ana Lucía, y he sido adicta al sexo. Desde jovencita me he dedicado a la prostitución. Aclaro que, desde el principio y hasta la fecha, siempre ha sido por gusto. No he tenido en mi vida la menor necesidad económica ni problemas sociales que me hayan inducido a esa profesión que reconozco haber asumido de buena gana.



Hoy estoy  arrepentida, y vengo con ustedes para que me ayuden a alejarme de esa vida viciosa.”

Clap, clap, clap, clap (aplausos fuertes de los asistentes).

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Si bien se parecía en muchos aspectos a Alcohólicos Anónimos, este particular grupo de adultos reunidos en una vieja casona en la ciudad Buenos Aires, distaba mucho de serlo, sobre todo por la sinceridad y la experiencia de sus miembros. Todos estaban aquí de corazón, sin entender del todo por qué, pero llenos de esperanza.



No había sido instituido formalmente por alguna ONG piadosa y financiada, sino por los mismos integrantes -pocos, pero todos ellos completamente convencidos de lo que hacían-.

Lo conformaban:

  • una ninfómana redimida (María Luisa)
  • un ex-violador (Hugo Ramírez)
  • una prostituta que ansiaba retirarse (Ariana)
  • un viejo rabo verde aburrido de fracasar con las jovencitas (Alfredo)
  • un play boy con cientos de historias tortuosas (Gianni)
  • una mujer que mil veces engañó a su marido (Josefina)
  • un homosexual de época, una leyenda de promiscuidad en su medio (Lolita)

Uno tras otro, sin ninguna inhibición, fueron presentándose ante sus compañeros.

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Un mes antes, Hugo Ramírez, ex-convicto por haber violado a tres mujeres, recibió una extraña carta en su domicilio, con el siguiente texto:

“Estimado Hugo:

Si bien tú no me conoces, yo he seguido de cerca tus pasos desde que hace dos años abandonaste la Unidad Penitenciaria. Sé que te has portado bien desde entonces, pero he notado que sufres conteniéndote cuando ves a las mujeres con falda corta. Ambos sabemos que sigues siendo vulnerable, y que podrías recaer en cualquier momento. Sabes que las consecuencias serían terribles dadas tus condiciones de libertad bajo fianza y tus antecedentes.

Por eso quiero invitarte a conformar un grupo especial, un grupo que he decidido llamar “el club de las hormonas maduras”, un grupo de autoprotección que sé que te ayudará a salir adelante. Sé que aceptarás esta invitación. Pronto, en unos días, te haré llegar el lugar y la hora para tener una reunión con gente que tiene problemas semejantes a los tuyos, que llamaremos, de momento “el síndrome de incontinencia hormonal”.

Mientras tanto, sé bienvenido al “club de las hormonas maduras”.

Un saludo del coordinador del CHM.”

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María Luisa vio con cierta desesperación como su amante de esta noche se vestía y se alejaba agotado de su departamento.

La misma historia de siempre se repetía: noche tras noche, ella buscaba desesperadamente, en los bares y tabernas, un nuevo compañero para pasar la velada sexual. Como era una ninfómana experta, sabía lucir sus encantos en el corto plazo, y pocas eran las noches en que un nuevo desconocido no calentaba su lecho dispuesto a acariciar sus bellas piernas y otras cosas. 



Pero siempre ocurría lo mismo: ningún hombre soportaba su presión sexual toda la noche. Los más resistentes lograban tener sexo con ella cuatro o cinco veces, cuando lo que ella necesitaba era una veintena de orgasmos en cada sesión. Además, todos le prometían que regresarían a la noche siguiente, pero ninguno lo hacía, por más favores y fantasías eróticas que ella hubiese desplegado.

Decidió buscar su vibrador para aniquilar la necesidad que le quemaba sus interiores, cuando descubrió sobre el buró un sobre que contenía una carta. Lo había dejado –sin lugar a dudas- el frustrante compañero de esa noche.

Abrió el sobre, leyó la carta, y un par de lágrimas brotaron de sus ojos: era una invitación sincera a redimirse.  La firmaba “el coordinador del CHM”.

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Alfredo siempre esperaba pacientemente a que dieran las 13 horas para que las estudiantes de la escuela secundaria saliesen de clase para ir a casa. Le gustaba disfrutar de esos cuerpos juveniles, de los senos incipientes y de los muslos desnudos que enseñaban las más atrevidas colegialas, con sus faldas excepcionalmente cortas.

Casi todos los días, Alfredo intentaba abordar a alguna de ellas, fuera con piropos, fuera preguntándoles la hora, o con cualquier otro truco barato y sobado.



Las colegialas apostaban bromeando siempre, antes de salir de la escuela, acerca de quién sería la “afortunada” de recibir esa tarde las anticuadas propuestas de romance de aquel cincuentón feo y mal vestido, obsesionado con lo imposible.

Aquel día, la suerte parecía cambiar para Alfredo. Una chica joven y bien formada, con la falda muy corta, se le acercó espontánea, y le dio una tarjeta envuelta en papel de regalo, con un corazón y un moño. Ella se fue enseguida, mientras él, sorprendido, abría esperanzado el sobre envuelto en papel rojo. 

Lo leyó rápidamente, y su ceño se frunció, derritiéndose por completo la libidinosa sonrisa que el acercamiento de la adolescente le había generado.

La carta decía:

“Estimado Alfredo:

Das lástima. Eres la burla de las estudiantes y toda una vergüenza social. ¿No te das cuenta de que eres patético?

Te invito a que medites al respecto. Pronto recibirás una invitación que te sacará –de aceptarla- de esa mediocre y vergonzosa vida que llevas.

Atentamente, el coordinador del CHM.”


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Lolita había estado ya unas siete veces en la cárcel por delitos menores (promiscuidad, homosexualidad y putería), y había estado en la Cruz Roja unas cinco, siempre recuperándose de las golpizas que frecuentemente recibía como consecuencia de esa vida pecadora y desubicada.

No estaba claro si su mala fortuna en la vida era realmente su culpa, pues estaba consciente de que algo muy profundo de su ser era lo que lo obligaba a ser así. Efectivamente, era un gran homosexual al que no le gustaban los homosexuales, sino los hombres hombres, aquellos que nada querrían saber en sus vidas de desviaciones sexuales como las que él (¿ella?) solía proponer.

Por eso Lolita era frecuentemente golpeado, no solamente por los “machos” ofendidos, sino por muchos hombres normales que eran sexualmente acorralados por el incontinente homosexual que gustaba de llamarse a sí mismo Lolita.



La vida de Lolita era terriblemente patética, así que cuando encontró en su buró aquella carta, la besó y la guardó dentro de su sostén con toda ilusión, esperando que aquel desconocido que se autollamaba coordinador del CHM, lo contactara y lo sacara de esa inacabable tormenta existencial.

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“Mi nombre es Josefina, y soy mucho más puta que Ariana, pero soy tan farsante que me hago pasar por dama de sociedad, por esposa abnegada. Mi marido es un buen hombre, serio, trabajador, cariñoso, buen padre, y yo le pago casi a diario con una enorme ración de cuernos. Tengo cinco amantes, he tenido decenas. Raros son los días en que no tengo relaciones con un hombre. No lo puedo evitar. El olor a hombre me excita, me desnuda, no lo resisto.



Por eso estoy aquí. Quiero ser buena esposa, quiero respetar a mis hijos y a mi marido. Ya no quiero seguir entregándome a cuanto hombre se me acerca.

Por eso, cuando fui convocada a esta reunión, fui a la iglesia de Santa Teresa a pedirle a Dios una oportunidad de redimirme. Lamentablemente esa noche conocí al párroco, al padre Francisco, y con él me fui a la cama inmediatamente.

Estoy desesperada. No sé si tenga remedio.”

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Salía Gianni a media noche de un lugar muy exclusivo, acompañado de una mujer bellísima con escote y minifalda, cuando sintió –justo al momento de recibir su Ferrari F50 del empleado del valet parking- un enorme vacío existencial. La mujer sólo pensaba en pasar una deliciosa noche de sexo con el play boy de moda en la ciudad. Gianni ya no estaba tan seguro de soportarlo.

Tantas noches de juerga cara, tantas bellas mujeres entregándosele fácilmente, tantas propuestas de mujeres casadas, tanto mundo despilfarrado, lo tenían ya harto. Abrió la guantera de su auto para sacar su teléfono móvil, y se dio cuenta de que ahí había un sobre inesperado. Alguien había dejado un mensaje importante para él. 

Decidió –ante la enorme sorpresa y frustración de la acompañante- irse a dormir solo a su pent-house. Una vez enfundado en su bata de seda, abrió el sobre. Lo que leyó lo afectó enormemente.

Unos días más tarde, de pie ante un grupo de desconocidos, reconocía:

“Mi nombre es Gianni. Soy un perfecto imbécil extraviado en la vida. Dios me dio todo, menos cordura y valores. He arrasado con muchas conciencias. He comprado almas y cuerpos. Estoy aquí con ustedes para que me ubiquen, para que me saquen de este espantoso agujero en que me encuentro. Por favor, ¡ayúdenme!





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