sábado, 16 de febrero de 2019

El buey sagrado


Esta fábula (o cuento)  obviamente no es  mía. Fue desarrollada –supongo- por una persona superior que dejó huellas en la humanidad. Me permito modestamente tratar de  reconstruir su aportación. Hablo de H.G. Wells, el gran historiador y novelista, a quien -seguramente- todos hemos leído alguna vez.



En alguna época  y en algún lugar de nuestro absurdo e incomprensible planeta, existió una vez un torete hermoso en condiciones maravillosas. Sus genes eran espléndidos, y sus circunstancias de vida  inmejorables.

Era de un color plateado que irisaba al sol, con una silueta perfecta y una alegría inconmensurable. Vivía en un cerro verde con un clima ideal, adornado con flores multicolores, atravesado por varios arroyos de agua cristalina.  Todas las vaquillas de la región le coqueteaban,  procurando llevarse lo mejor de su estirpe, lo que el juvenil semental disfrutaba enormemente.

Lamentablemente para nuestro prometedor y feliz ejemplar, un día inesperado de cualquier época, pasó por ese lugar un sacerdote de cualquier religión, quien se mostró sorprendido de tanta magnificencia estética y genética. Este mediocre individuo concluyó que el torete de nuestra historia era sagrado.

Unos días después, el hermoso semental fue lazado y llevado a un oscuro e insalubre templo. Fue castrado y encerrado en un aposento de lujo con aromas que embriagaban innecesariamente. Lo vistieron de gala con colgajos metálicos y cascabeles lujosos incrustados de piedras preciosas.

Era visitado a diario por cientos de feligreses que lo adoraban, sin que el frustrado torete castrado entendiese el porqué de su suerte.

Pocos meses después, el buey sagrado murió de  tristeza, añorando aquel cerro primaveral en el que había nacido.



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