Esta fábula
(o cuento) obviamente no es mía. Fue desarrollada –supongo- por una
persona superior que dejó huellas en la humanidad. Me permito modestamente
tratar de reconstruir su aportación.
Hablo de H.G. Wells, el gran historiador y novelista, a quien -seguramente-
todos hemos leído alguna vez.
En alguna época y en algún lugar de nuestro absurdo e incomprensible
planeta, existió una vez un torete hermoso en condiciones maravillosas. Sus
genes eran espléndidos, y sus circunstancias de vida inmejorables.
Era de un color plateado que irisaba al
sol, con una silueta perfecta y una alegría inconmensurable. Vivía en un cerro
verde con un clima ideal, adornado con flores multicolores, atravesado por
varios arroyos de agua cristalina. Todas
las vaquillas de la región le coqueteaban,
procurando llevarse lo mejor de su estirpe, lo que el juvenil semental
disfrutaba enormemente.
Lamentablemente para nuestro prometedor y
feliz ejemplar, un día inesperado de cualquier época, pasó por ese lugar un
sacerdote de cualquier religión, quien se mostró sorprendido de tanta
magnificencia estética y genética. Este mediocre individuo concluyó que el
torete de nuestra historia era sagrado.
Unos días después, el hermoso semental fue
lazado y llevado a un oscuro e insalubre templo. Fue castrado y encerrado en un
aposento de lujo con aromas que embriagaban innecesariamente. Lo vistieron de
gala con colgajos metálicos y cascabeles lujosos incrustados de piedras
preciosas.
Era visitado a diario por cientos de
feligreses que lo adoraban, sin que el frustrado torete castrado entendiese el
porqué de su suerte.
Pocos meses después, el buey sagrado murió
de tristeza, añorando aquel cerro
primaveral en el que había nacido.
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