sábado, 16 de febrero de 2019

El autor in situ


En aquella plácida y asoleada hondonada junto al arroyo Atongo -de tiempo atrás- se reunía a diario un grupo de borrachines del pueblo conocidos como “las iguanas”, pues bebían -de la mañana a la noche- echados al sol sobre viejos y desvencijados colchones.



Constituían todo un folklore urbano, por lo que el prestigiado escritor de novelas sobre temas sociales -recientemente avecindado en ese pueblo- se interesó por ese grupo tan especial.

Habló con su mujer acerca de su nuevo proyecto, diciéndole que las llamadas “iguanas de Atongo” ameritaban una novela de fondo, y por ende una convivencia intensa con ellos, un par de semanas a lo más. Él pernoctaría en la ribera, mimetizándose como alcohólico pueblerino, vistiéndose como ellos, convirtiéndose temporalmente en uno más. Después, apoyándose en las grabaciones clandestinas de tecnología inaccesible para las iguanas, lograría una novela de alto impacto.

Con el visto bueno de su mujer, empezó la aventura. Él -con su experiencia en la vida- logró ser aceptado por el grupo. Nadie sospechó de la intromisión.

Durante cinco o seis días, él fue consciente de su objetivo literario-intelectual. Al iniciar la segunda semana, se dio cuenta de que el licor barato que se consumía en esa muy especial ribera, podía compararse –con un poco de criterio- con un buen whisky escocés. Se lo atribuyó al candente sol tropical, y lo asumió como tal.

Una madrugada regresó a su casa a bañarse y cambiarse de ropa, y aprovechó para decirle a su mujer que el interesante proyecto novelístico implicaría tres o cuatro semanas más: había mucho que investigar al respecto antes de liberar la creativa pluma que lo caracterizaba.

Un mes después volvió a casa tratando de no hacer ruido. Su esposa lo sorprendió llenando un cheque a nombre de una licorería pueblerina. Él lo justificó como parte de su proyecto: la novela avanzaba y no era el momento de interrumpirla por falta de financiamiento.

Antes que después, el escritor dejó de serlo. Su mujer intentó rescatarlo una tarde –meses después- de la perniciosa ribera del arroyo Atongo, pero se dio cuenta de que todo era inútil: el único proyecto de aquel intelectualmente exitoso hombre que alguna vez fue su marido, era convertirse en una iguana más.



La esposa del escritor regresó a la capital a rehacer su vida.

Las iguanas de Atongo disfrutan día a día de las interesantes anécdotas de su nuevo integrante. 





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