El marido llegaba a
casa todas las tardes agotado de trabajar, y solía tomarse un par de vasos de
vino mientras hojeaba alguno de sus libros favoritos.
Ella lo odiaba desde
hacía años, pero era muy buena disimulándolo.
Un día, casualmente,
se fundió el foco de la sala, en la parte más alta de la casa.
Después del segundo
vaso de vino, ella –con toda premeditación, alevosía y ventaja- le pidió al
marido que cambiase el foco. Incluso le acercó un banco alto, recordándole que
una de las funciones del hombre de la casa era cambiar los focos fundidos.
El marido, ingenuo e
imprudente, no dudó de la necesidad de su amada mujer de tener debidamente
iluminada su casa. Ignoraba que el banco estaba intencionalmente desnivelado.
Ya en las alturas,
mientras el marido algo pasado de copas tenía problemas para enroscar el foco
nuevo, el banco cedió en una de sus
patas. El infeliz hombre cayó de una altura de tres metros y se rompió el
cráneo contra la orilla afilada de la mesa de la sala.
Mientras él se
desangraba, ella hacía la finta de llamar a la ambulancia que, obviamente,
jamás llegó.
La policía culpó al
difunto de alcohólico e imprudente.
Ella heredó una
fortuna, y en un par de semanas tenía a un nuevo inquilino en la casa.
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