Él nunca supo claramente de qué parte de la Internet salió –tal vez
de algún foro literario o de opiniones políticas, nadie lo recordaba- , pero
ella remplazó en poco tiempo al cura cercano de muchos años, a los amigos de
siempre, a sus filósofos favoritos.
De repente, cuando él se dio cuenta, ya
intercambiaba con ella cinco o seis amigables e irresistibles correos
electrónicos diarios. Se volvió una obsesión.
Ella preguntaba y preguntaba. Mantenía una
elegante discreción acerca de su vida que llevaba todas las conversaciones
hacia los asuntos íntimos de él. Su demanda de información era severa, pero
dulce y amigable. Él contestaba mágica y dócilmente a todas las preguntas que
ella le hacía.
Más adelante -sin que él hubiese notado el
cambio- ella fue cambiando preguntas por cuestionamientos. Disminuyeron los aspectos biográficos y se inició
una etapa de ingerencias en asuntos existenciales de él que merecía el
calificativo de “increscendo”. Al principio él las difrutaba.
Los cuestionamientos acerca de su vida
–perfectamente estructurados por parte de ella- iban a fondo, y lo obligaban a
meditar horas y horas. Por las mañanas, él respondía puntualmente a todos
ellos, pero para eso, la noche anterior, había vivido tormentas psicológicas
inconmensurables.
Las malas noches de él fueron aumentando en
intensidad y creciendo en el calendario. Empezó a ingerir antidepresivos,
mientras que ella –cada día con más saña- profundizaba en las zonas que a él le
resultaban incómodas.
No lo soportó. Un día él decidió suicidarse.
A su entierro asistió -discreta y con una imperceptible
y tenue sonrisa- una bella mujer que nadie de su familia conocía.
Intercambió con la viuda un ademán secreto, y
una vez sin el difunto, ambas vivieron intensas e íntimas relaciones de todo
tipo durante muchos años maravillosos.
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