viernes, 24 de febrero de 2012
Horrendo crimen en el monasterio
Existían posibilidades de que aquella tragedia hubiese sido un accidente, pero el sabio lama Mishka tenía sus dudas al respecto, y de acuerdo con su responsabilidad jerárquica de jefe máximo del monasterio, llamó a todos los monjes para que viesen el cadáver y opinasen al respecto. Quizás alguno de ellos confesaría su culpabilidad, y con eso se evitarían penosos trámites.
Pero no fue así: todos los monjes pusieron cara de desasosiego por lo ocurrido, pero ninguno asumió la culpa.
Mishka, por lo tanto, tuvo que recurrir al detective Naya, de la cercana ciudad de Bhaktapur, quien, después de llegar a un acuerdo económico con el lama, aceptó la responsabilidad de esclarecer aquella trágica muerte.
A la mañana siguiente, saliendo el sol, Naya se presentó en el monasterio, y fue llevado por Mishka a la habitación en donde se encontraba el cadáver. Tras de unos minutos de paciente observación, el detective confirmó al lama que sin lugar a dudas se trataba de un asesinato…con saña: entre los piadosos monjes había uno de verdad perverso.
El siguiente paso del investigador fue revisar las sandalias de todos los monjes, una por una. De todas ellas, apartó únicamente la chancleta derecha del monje Narayan, quien, al sentirse descubierto, confesó ante Mishka su horrendo crimen.
Efectivamente, el detective Naya, con su poderosa lupa y su penetrante inteligencia, encontró una antena de hormiga en la suela de la sandalia derecha del monje. El asesinato había quedado aclarado.
Narayan, en su desesperación por haber sido descubierto, reconoció el hecho de que había pisado a la hormiga con toda su mala voluntad. Alegó llorando ante Mishka que tenía fobia a todos los insectos, y en particular a los himenópteros, que le resultaban asquerosos. No había podido resistir a la tentación de aplastarla.
El sabio lama responsable de aquel monasterio cubrió agradecido los honorarios del detective Naya, y procedió –de acuerdo a las costumbres tibetanas- a fincar desagravios y dictar sentencia.
El cadáver de la hormiga fue sepultado a unos metros de su hormiguero con todos los rituales y honores dignos de un insecto. Los cuarenta monjes del monasterio, incluyendo a Narayan, se arrodillaron y lloraron durante dos semanas a la víctima.
El perverso monje asesino fue condenado de por vida a llevar a diario un cubo de azúcar a cada uno de los cincuenta hormigueros que rodeaban el monasterio.
La roca y el árbol
Ella tenía casi un millón de años de edad. Era producto de la erupción de un enorme volcán en las cercanías. Primero fue parte de un candente torrente de lava que se enfrió al entrar en contacto con un río. Una vez solidificada, una serie de sismos la hicieron rodar hacia aquella ladera en donde había pasado toda su vida.
Durante la mayor parte de su existencia vivió sola, excepto por la presencia de algunos líquenes circunstanciales que nacían, crecían y morían sobre su superficie.
De repente algún pájaro, insecto o serpiente la rozaban, pero jamás estableció con ellos una relación significativa, hasta que un día ocurrió un evento aparentemente insignificante que habría de darle razón a su existencia.
Fue un atardecer mágico en el que un ave dejó caer sobre su superficie una extraña semilla.
La roca no percibió aquel evento, pero después de unos cuantos días lluviosos, notó una extraña sensación: una prematura raíz vegetal se prendió de uno de sus recovecos. De alguna manera, la enorme piedra supo que algo sensacional estaba ocurriendo en su superficie.
Pocos días después, la roca empezó a agradecer la presencia de aquella raíz que la penetraba y la abrazaba. Olvidó enseguida el millón de años de soledad en que había vivido, y se dedicó a brindar al pequeño arbusto todo su amor.
En unos meses, el arbusto ya estaba bien arraigado sobre la roca, y sentía la seguridad que ésta le brindaba. Cada raíz que de él surgía se acomodaba sobre la superficie de la roca como una señal de agradecimiento, como una caricia.
Pronto el arbusto se convirtió en árbol, y sus raíces abrazaron completamente a la orgullosa roca, que finalmente se dio cuenta de lo importante de su presencia, de su solidez, de su fortaleza. Sabía que él dependía de ella totalmente, lo que le hacía sentirse inmensamente responsable por aquel vegetal que la vida y las circunstancias le habían regalado como compañero.
Ella se convirtió en la más feliz de las rocas, y el árbol compartía esa sensación.
Aquella extraña relación entre criaturas del reino mineral y vegetal duró cuatrocientos años, hasta que un rayo maldito incendió al árbol.
Como sea, la roca supo que su función existencial se había cumplido. Lloró al árbol un par de milenios, pero siempre supo que aquello había sido lo mejor que le pudo pasar en su vida.
Finalmente la erosión y el tiempo acabaron pulverizando a la roca, y de aquel extraño y enorme romance entre criaturas disímbolas, hoy no queda nada, excepto en la memoria de la Tierra, nuestro sabio planeta, que supo de aquel encuentro y lo disfrutó enormemente.
domingo, 19 de febrero de 2012
Uno mismo
Aquella tarde, el fracasado escritor de cuentos decidió crear un personaje trascendente; alguien brillante y al mismo tiempo patético; triunfador en lo irrelevante y un desastre en lo relevante; magnífico y miserable; sol y sombra; sublime y ridículo al mismo tiempo.
Aquella tarde, el fracasado escritor de cuentos se creó a sí mismo, y se convirtió en su propio personaje.
Querido abuelo
Querido abuelo:
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sábado, 11 de febrero de 2012
El acariciador de perros
Es posible que sus manos fueran mágicas, o que su extraordinario amor por los perros le hubiese generado habilidades extraordinarias en ese sentido. Nunca se supo.
El hecho es que aquel hombre de blanca cabellera y piel arrugada era especial, y que la mayor parte de los perros lo percibía a cierta distancia.
Ningún humano sabía quién era, ni dónde vivía, ni conocía sus motivaciones. Para ellos, aquel anciano no era importante. Lo veían caminar de aquí para allá, pero su vida les resultaba irrelevante.
Él solía caminar solo por las calles y carreteras, disfrutando del paisaje, de la vida, pero siempre estaba pendiente de que sobre la marcha apareciese alguna de esas maravillosas y nobles criaturas tan ávidas de afecto, de compañía humana.
Algunos perros le labraban o pretendían morderlo, pero él sabía que eso no era más que el producto de un instinto territorial que se resolvía con un simple contacto de su mano con la cabeza del noble animal. Jamás ningún perro lo lastimó. Todos ellos acababan bajando la cabeza admirándolo y disfrutándolo.
Una vez que se daba ese contacto maravilloso e inexplicable, la actitud de los perros cambiaba completamente. Los mágicos dedos de aquel hombre comunicaban ternura, afecto, sensaciones táctiles increíbles. Ningún animal se resistía.
Un día aquel hombre apareció muerto en una cuneta. No mostraba huellas de asesinato, de violencia. Simplemente falleció de ancianidad.
Al lado de su todavía tibio cadáver, había una decena de perros echados acompañándolo, pero esto también pasó desapercibido para los insensibles humanos.
Esa noche, mientras el forense local dictaminaba la muerte por ancianidad del desconocido cadáver, cientos de perros aullaban comunicándose entre ellos la enorme tragedia: el maravilloso acariciador de perros había dejado de existir.
domingo, 5 de febrero de 2012
Apología de la fabada
Cuentan los anales del Olimpo que una tarde, Zeus, aburrido de néctar, de ambrosía, de maná y de otros rutinarios alimentos divinos, encargó a Minerva –diosa de la sabiduría- que bajase con los humanos a buscar un nuevo platillo que deleitase plenamente su divino paladar.
Minerva quiso satisfacer a Zeus, y por ello visitó -con esa específica misión- todas las regiones, reinos, ciudades y aldeas humanas, esperando encontrar en alguna de ellas un manjar que pudiese satisfacer al exigente paladar de Zeus.
En esa gira culinaria visitó Esparta, Corinto, Lidia, Doria, Focia, Beocia, Ática Acaya, Arcadia, Argólida, Laconia, Mesenia, Troya, Eólia, y Jonia.
Y algún tiempo después, cuando Minerva se encontraba frustrada por no haber podido encontrar en ninguno de los reinos conocidos aquel manjar que el divino Zeus requería, un Viento Circunstancial la llevó al territorio de los Astures.
Estos abominables y malolientes seres humanos, habitantes de una lejana región innombrada, eran criaturas salvajes, burdas, despreocupadas, indecentes, decepcionantes, pero…
…de repente Minerva, atravesando una aldea de esa primitiva región, percibió un olor mágico que salía de una inmunda cocina.
Su divino olfato se dio cuenta enseguida de que ahí estaba la gran solución al olímpico y culinario problema del aburrimiento de los dioses por comer siempre lo mismo.
Entró en aquella pocilga y vio a una anciana combinando las fabas con trozos de morcilla, de chorizo y de tocino. Le pidió que le permitiese probar aquel inesperado potaje, y con sólo un bocado, Minerva supo que la fabada sería para siempre el mejor de los alimentos olímpicos.
Unos días después, Minerva presentó en el Olimpo aquel primitivo platillo. Al principio, todos los dioses desconfiaban de su apariencia, pero el olfato les decía otra cosa. Una por una, todas las deidades olímpicas fueron llevando a la boca las fabas, la morcilla, el chorizo y el tocino, y en cuestión de tres minutos, Minerva tuvo que ordenar a los cocineros que preparasen más y más raciones de aquel magnífico platillo.
Desde aquel día, cada vez que se celebra algo importante en el Olimpo, los banquetes de Zeus tienen como platillo principal a la fabada.
El abominable asesinato del Espíritu Santo
Tenía excelentes bondades, y nadie hubiese siquiera imaginado lo que habría de pasarle.
El Espíritu Santo poseía sabiduría, inteligencia, consejo, fuerza, ciencia y piedad.
Y sin embargo fue asesinado. Intereses ocultos en el Reino de los Cielos lograron finalmente su perverso objetivo.
La autopsia mostró que en su cerebro había un perdigón alojado, y otro había destrozado una de sus sutiles alas,
Nunca quedó claro quién lo había matado ni las razones para hacerlo, pero el hecho es que, después de aquello, las otras dos partes de la Divina Trinidad sospecharon el Uno del Otro por los siglos de los siglos.
Después de eso, en ese sacrosanto entorno, las cosas jamás volvieron a ser como alguna vez fueron.
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