
Nació pecado, sin jamás creer en las reglas impuestas.
Nació libre de pensamiento, pero su vida era una camisa de fuerza obligada a prohibir, a inhibir todo aquello en lo que de verdad creía: el que cada quien hiciese lo que le daba la gana.
“¿Quién osó fijar las normas?”, se preguntaba desesperado.
Los pecados no se suicidan, pero algunos se inconforman con su destino, y él era uno de ésos.
Así que un día reunió todas sus fuerzas, y se hizo a un lado, no sólo sin importarle las consecuencias, sino deseándolas vehemente.
De pecado pasó a ser tentación satisfecha, y luego tormenta, y huracán, y cataclismo.
Y nadie, absolutamente nadie, tuvo la osadía de juzgarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario