domingo, 23 de mayo de 2010
Piccolina
Hasta donde yo puedo saber, los insectos no suelen tener nombre, pero como ésta es su historia, decidí llamarla Piccolina.
Era un pequeñísimo ejemplar de cualquier especie que no pude identificar, porque su minúsculo tamaño de aproximadamente medio milímetro no me lo permitió en ningún momento.
La conocí cuando atravesaba caminando a toda velocidad mi mesa en el jardín, mientras yo me refrescaba del calor del verano con mi bebida favorita.
La rapidez con que se desplazaba me llamó la atención, por lo que me puse a observarla, cuando de repente su cerebro interfirió con el mío de manera inesperada.
“¡Hola!”, me dijo telepáticamente.
“¡Hola!”, le respondí sorprendido, mientras ella seguía con su acelerada marcha sobre mi mesa.
“¿Por qué me observas de esa manera tan intensa?”, me inquirió.
Sin salir de mi sorpresa, le contesté: “Es que me impresiona la velocidad con que te desplazas”.
“Es que mi vida es muy corta”, me respondió. Debo nutrirme adecuadamente, buscar un macho, hacerme fecundar y depositar mis huevecillos en lugar seguro, antes de que algún depredador arruine el proyecto de mi existencia. Después de eso podré aminorar mi marcha, pero no antes.”
“No te veo nutrirte”, le dije.
“Es que lo hago sobre la marcha: soy omnívora, así que constantemente encuentro nutrientes sobre mi camino. Los atrapo y sigo caminando rápidamente, ya te dije por qué”, me respondió.
“Y adiós, que la vida es corta y apresurada”, me dijo, justamente un instante antes de desaparecer de mi vista para siempre.
Piccolina pasó por mi vida a la misma velocidad que se desplazaba mientras cumplía con su mandato existencial. En los escasos segundos que duró nuestro increíble contacto, logró generarme muchas emociones. Me impresionaron su fragilidad, su determinación y la responsabilidad que mostraba hacia la vida.
Con ella aprendí -en un pequeño instante- muchas de las implicaciones existenciales que todos los seres tenemos en común, y de pronto me encontré meditando sobre mi vida, sobre mi edad, sobre la manera irresponsable en que yo dejaba que el tiempo transcurriese sin responsabilizarme de mí mismo y de aprovechar la oportunidad de estar vivo.
Piccolina, a pesar de su efímero tamaño, dejó por siempre una enorme huella en mi existencia.
lunes, 10 de mayo de 2010
El negligé de Isabel
La minifalda roja que compró son sus escasos ahorros, le dio excelentes resultados a Isabel. Decenas de chicos se acercaron, motivados todos ellos por sus esbeltos muslos.
Tuvo para escoger. Había guapos y feos; tontos e inteligentes; vividos y aprendices; ricos y pobres.
Pero todo lo que Isabel tenía en mente era abrazar y besuquear a sus futuros nietos, así que decidió probar en serio a los mejores candidatos en la intimidad.
Sacó lo último que le quedaba en la alcancía, y compró un negligé muy elegante y seductor.
A todos ellos les brindó su pasión, pero a ninguno perdonó la obligada entrevista.
Finalmente se decidió por uno, que no era el más guapo, ni el más rico, ni el más inteligente, ni el más fogoso, sino el que con toda seguridad le brindaría los nietos más sanos y cariñosos.
El negligé cumplió con su objetivo. Isabel iba tras de lo suyo
miércoles, 5 de mayo de 2010
La minifalda de Isabel
Isabel compró feliz, con sus escasos ahorros, aquella cortísima minifalda de color rojo que tanto la ilusionaba, sabiendo perfectamente por qué lo hacía.
Para usarla.
Para mostrar sus esbeltas piernas.
Para gustarle a los chicos.
Para que alguno se enamorase de ella.
Para tener novio.
Para casarse.
Para tener hijos.
Para tener nietos y besarlos mucho.
martes, 4 de mayo de 2010
La pandilla del Pulgas
Aquel frío y lluvioso anochecer, el Tuerto divisó con su único ojo a un cachorro pequeño de color gris. Le llamó la atención el que estuviese solo tan tarde y con ese clima, así que se acercó a él para preguntarle si estaba perdido.
“Sí, me perdí hace dos días”, contestó el cachorro un poco temeroso, justo cuando un raudo autobús lo salpicaba, quedando a la vista su color original, que no era gris, sino blanco con manchas negras.
“Pero si eres un dálmata, un cachorro fino, ¡qué caray!”, respondió el Tuerto.
Para darle tranquilidad al cachorro, el Tuerto le meneó el rabo en señal de amistad, a lo que el pequeño dálmata respondió con un ladrido suave de agradecimiento.
“No puedes andar solo por estas calles llenas de humanos malvados, pequeño. Te van a robar y entonces jamás volverás con tus amos.”, le dijo el Tuerto. “Debes tener frío y hambre, así que te ofrezco que vengas con nosotros a pasar la noche, y mañana te ayudaremos a buscar tu hogar.”
“Sí, te lo agradezco, pero ¿a quiénes te refieres con “nosotros”?, preguntó el cachorro.
“Yo pertenezco a una manada de perros callejeros que llamamos la pandilla del Pulgas.”, contestó el Tuerto. “Somos tres perros amigos que nos protegemos, nos calentamos, compartimos la comida y las aventuras: el Pulgas, que es nuestro líder; yo, el Tuerto; y el Sarniento.”
“Nos gusta ser amigables con otros perros y con los humanos, pero a veces la vida no es así de sencilla, así que hemos hecho creer a todos que somos malvados, bravos y mordelones”, continuó el Tuerto.
“Pero basta de pláticas. Vamos con mis amigos para darte algo de comer y prepararnos para la fría noche que se acerca. Ya mañana trataremos de encontrar tu casa,” concluyó antes de emprender la marcha sobre los oscuros callejones del barrio.
Enseguida llegaron a un lugar tenebroso, lleno de cajas y desperdicios, y ahí estaban el Pulgas, rascándose como siempre, y el Sarniento, lamiéndose sus costados.
El Tuerto les contó que había hallado a ese principito dálmata extraviado, y que le había propuesto pasar juntos esa fría noche, para que la mañana siguiente, con los rayos del sol, fuesen a buscar a sus amos.
El Pulgas y el Sarniento dieron la bienvenida al cachorro, y le preguntaron su nombre.
“En casa me llaman Yahoo, pero no me gusta”, respondió el pequeño.
“Pues bien”, dijo el Pulgas: “Para nosotros serás el Manchitas.”
Mientras tanto, el Sarniento había ya sacado de su escondite unos trozos de carne en buen estado que había encontrado ese día en el basurero, y así los cuatro amigos cenaron agradablemente mientras contaban sus aventuras del día. Al rato todos se echaron en el piso y protegieron con sus cuerpos al “Manchitas”, que, muerto de frío, agradeció el detalle.
Con los primeros rayos del sol, los cuatro perros se despertaron. Después de estirarse, rascarse y lamerse, emprendieron camino, dirigidos por el Pulgas.
“¿Hacia dónde vamos?” preguntó el Manchitas.
Sarniento le respondió: “Vamos al barrio rico, porque ahí debes pertenecer. Nosotros vamos poco por ahí, porque en ese lugar la gente no nos quiere, y tampoco hay basureros en la calle para alimentarnos, pero enseguida reconocerás tu casa, y tus amos estarán felices de verte de nuevo.”
Después de un buen rato de caminata, la pandilla del Pulgas y su pequeño amigo extraviado entraron en las calles limpias, arboladas y con el pasto recortado.
Pronto el Manchitas reconoció el parque, y salió corriendo en dirección a su casa. Tras de él fueron los demás perros, para asegurarse de que el cachorro fuese bien recibido.
De pronto se abrió la elegante puerta de aquella mansión, y un hombre abrazó al cachorro que movía el rabo feliz de haber vuelto con su amo.
Pero éste, al ver a los tres perros callejeros cerca, tomó una piedra y se las lanzó para ahuyentarlos.
Entonces, el Manchitas le ladró indignado, y de nuevo salió corriendo a toda velocidad en busca de sus amigos caninos.
Los alcanzó ya fuera del barrio rico, para sorpresa de éstos, que pensaban que, a pesar de esas vicisitudes, había decidido regresar a su hogar.
Se sorprendieron cuando el Manchitas les dijo: “No estoy dispuesto a vivir en una casa en donde mis amigos no son bien recibidos. Prefiero comer carne cruda, estar mojado, pasar frío y dormir sobre el pavimento junto a vosotros, que vivir en una casa rica con todas las comodidades con esa clase de humanos que realmente no aman a los perros.”
Dicho lo anterior, el Manchitas aceleró el paso hacia el barrio pobre en donde vivían sus amigos.
Esa tarde, en el barrio pobre, a nombre del Sarniento y del Tuerto, el Pulgas dijo al Manchitas:
“¡Bienvenido a nuestra pandilla, amigo. Eres un cachorro noble y con un gran corazón. Tienes mucho que aprender de la vida, pero eres de excelente casta y te aseguramos que con nosotros te harás un perro de bien! ¡Nos has ganado!
Cuatro rabos se movieron simultáneamente durante un rato en aquel sombreado callejón al este de la ciudad.
domingo, 2 de mayo de 2010
La ironía
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