jueves, 28 de mayo de 2009

Una tarde con mis Temores


Ya estaba yo aburrido de sentir su presencia permanente en mi alma, así que decidí invitarlos a pasar una tarde íntima, todos nosotros, cara a cara. Había que acabar con aquella desagradable situación de una vez por todas.

Me puse mi bata y mis pantuflas. Me senté en mi sillón favorito, esperando que todos mis Temores se presentasen.

Fueron llegando uno a uno, sin orden, de cualquier manera.

Nunca los había visto de frente. Los había imaginado, y sabía que eran feos, pero no tanto: eran de verdad repugnantes, criaturas dignas de formar parte de una desagradable pesadilla.

Les ofrecí asiento frente a mí y una copa de Cognac para relajarnos: no era cualquier reunión.

Con la madurez que dan los años, me puse a observarlos, cual si yo fuera un dios que revisa detalladamente a cada una de sus criaturas para conocerlas, para juzgarlas.

Unos parecían más reales que otros. Algunos lucían enormes; otros no tanto.

Me di cuenta de que algunos de ellos ni siquiera osaron presentarse: temían un careo conmigo, pues eran tan sólo producto de mi imaginación.

Algunos de los presentes alardeaban de su fuerza destructiva, del daño que eran capaces de hacerme, pero era muy obvio que en esa presunción escondían su vulnerabilidad. Era como un juego de poker, en donde valía blofear para derrotar al enemigo.

De improviso me puse de pie para servirme una segunda copa de Cognac, y algunos de ellos se asustaron, pensando en que los iba a agredir. Aprovecharon para salir corriendo. Jamás volví a saber de ellos.

Sólo se quedaron conmigo dos o tres, los más fuertes, lo más reales, los únicos que de verdad podían dañarme.

Pero después de haberlos visto cara a cara, supe que mis Temores no eran criaturas invencibles: como cualquiera de nosotros, tenían puntos débiles.

Al acabar aquella extraña reunión, me sentí reconfortado: supe que ninguno de ellos tenía mi fuerza, mi experiencia, mis ganas de subsistir.

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