miércoles, 8 de abril de 2009

El jerarca


Ya no se sentía lo suficientemente fuerte para seguir guiando a su gente. Habían sido muchos años en los que había desplegado toda su energía y vida para sacar aquella pequeña tribu adelante sin haberlo realmente logrado.

Nunca logró darles la tranquilidad y bienestar que hubiera querido. No se sentía culpable, sino frustrado, pues las circunstancias siempre fueron en contra: la sequía interminable de tantos años; la voraz tribu de los Quetzamalli que jamás dejó de acosarlos; y el temible y poderoso volcán Ahuaziatl, que siempre los mantenía preocupados.

No había realmente alguien debidamente preparado para sustituirlo, pero por lo visto jamás lo habría. Ninguno de sus sucesores tenía el talento o la fuerza para dirigir los destinos de su grupo.

Como sea, a alguno tenía que nombrar líder si tenía que retirarse. No era cosa de perpetuarse, ni su cuerpo le permitía ya seguir al frente en condiciones tan difíciles. Escogió entonces al yerno de su prima. No era brillante, pero la gente lo estimaba.

Tampoco pretendía, ante la escasez sempiterna de recursos, convertirse en una carga para su tribu. A partir de ahora sería tan solo un anciano improductivo, una boca más que alimentar, un bulto pesado a la hora de huir ante las frecuentes embestidas de los Quezamalli.

Su única opción era nombrar discretamente a su sucesor y desaparecer para siempre sin hacer ruido.

Para él solamente había dos maneras dignas de irse de este mundo:

Una era entregarse a los Quetzamalli para que lo desollaran y quemaran vivo. Tal vez ese sacrificio sirviese para calmar el odio que siempre le habían tenido a su tribu. Pero para él sería el equivalente a rendirse al enemigo de siempre, lo que no le hacía mucha gracia.

La otra era arrojarse al cráter del Ahuaziatl, que, como sea, era un rival más digno.

Aquella noche, sin avisar a su gente, el anciano ascendió discretamente por la ladera del poderoso volcán.

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