domingo, 5 de octubre de 2008

El dios surgido de la mar


Era el año 1011 del Señor. Ingemar despertó en una playa desconocida. Sólo recordaba su nombre y el viento huracanado que había destrozado su barcaza.

Quienes lo rodeaban en ese momento eran seres extraños, de facciones indias semejantes a aquellos que habían asesinado a su amigo Johan, pero éstos se veían amigables. Estaban desarmados, y le proporcionaban miel y frutas para reconstituirlo.

Volteó a todas partes para ver si alguno de sus compañeros estaba cerca, pero recordó que el naufragio había sido en alta mar, y que era un verdadero milagro que él hubiese sobrevivido.

El agotamiento, tras de haber ingerido algunas frutas sabrosas y reconstituyentes, le hizo dormir. Algo le decía que estaba en buenas manos.


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Era el año 982 del Señor. Eric el Rojo fue expulsado de la sociedad vikinga cristianizada a la que pertenecía, en lo que hoy es Noruega. Se le atribuían asesinatos, pero más que nada, era su actividad política lo que afectaba los intereses de quienes regían el mundo nórdico.

Su única opción fue dirigirse, con una treintena de familias, hacia un oasis en Groenlandia.

Las condiciones climáticas de ese nórdico lugar no eran las mejores, pero su gente se asentó ahí y sobrevivió con la pesca.

Sin embargo, la explosión demográfica de su pequeña colonia hizo que Eric pensase mejor las cosas. Uno de sus marinos allegados le dijo un día:

“A cuatro jornadas de navegación hacia el poniente, existe una tierra maravillosa llamada Vinland, en donde podríamos pasar épocas mejores.”

Eric el Rojo ya era viejo, y sus responsabilidades en la colonia lo obligaban a no moverse, por lo que invitó a su hijo Leif a que navegase a Vinland para evaluarla como opción de supervivencia.

Leif, adulto joven, pero consciente de lo precario de su colonia en Groenlandia, asumió el reto.

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Era el año 1010 del Señor cuando dos embarcaciones de madera salieron del oasis de Groenlandia rumbo al poniente. Eran unos veinte hombres, dirigidos por Leif Ericson, el hijo de Eric el Rojo, quienes, preocupados por la complicada situación de sus familias, decidieron ir en busca de mejores tierras. Entre ellos viajaba un marino sencillo pero sabio, de nombre Ingemar.

Llegaron en pocos días a su destino, en lo que hoy se conoce como la península del Labrador, y se maravillaron de la belleza de aquellos lugares repletos de bosques coníferos.

Buscaron una bahía sin viento y ahí atracaron. Tras de una pequeña exploración a la zona, decidieron que era segura.

Sin embargo, desde la oscuridad del bosque, eran observados por ojos penetrantes que pertenecían a caras pintadas de rojo y blanco.

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En cuanto desembarcaron, Leif Ericson ordenó la construcción de tres cabañas. Permanecerían ahí unos meses antes de enviar un mensajero a Groenlandia para llamar a sus familias.

Una noche, sin embargo, cuando el grupo se preparaba para dormir, indios hostiles irrumpieron la pequeña aldea y generaron una masacre contra los rubios invasores.

En la confusión de la batalla, viendo que nada había ya que hacer para evitar el exterminio de su gente, Ingemar y dos compañeros huyeron hacia las barcazas ancladas en la cercana bahía. Tomaron una, y a toda prisa se perdieron en la oscuridad de un océano que les serviría de refugio temporal.

Esa noche, una inesperada y enorme tormenta llevó la nave a lugares desconocidos. A pesar de ser expertos navegantes, los vientos y las olas los portaron lejos de todo lo conocido.

Dos días después, la nave, rota en su estructura, empezó a doblarse. El agua empezó a entrar en el bodegón. Ingemar y sus dos compañeros intentaron sacarla, pero un tronido les hizo ver que la nave estaba ya vencida. Un enorme torrente de agua inundó la barcaza.

Eso era todo lo que Ingemar recordaba al momento de despertar en una extraña habitación hecha de madera y palma.


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Era el año 1011 del Señor. Extraños cantos de aves y ruidos selváticos nuevos para él lo despertaron. Sintió un clima cálido y húmedo.

Estaba débil, y prefirió no huir antes de saber quién lo había llevado a ese lugar. Como sea, lo habían nutrido y asilado. No podía ser gente peligrosa.

Asomó por la pequeña ventana al escuchar el ruido de las olas. Vio una hermosa playa dorada que enmarcaba un océano azul profundo. Había árboles extraños, muy diferentes a los que él conocía. Después sabría que se trataba de palmas.

Una vez habiendo entendido todo lo posible de su nueva y extraña situación, emitió un grito amigable en su idioma para ver si había alguien cerca de él.

Inmediatamente llegaron dos indias sonrientes con un cesto de frutas desconocidas muy coloridas y aromáticas. Tenía hambre, así que devolvió la sonrisa y las fue comiendo una a una. Las mujeres lo observaban admiradas, sonrientes, amables.


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Poco tiempo después llegaron dos hombres y las mujeres se retiraron. Uno de ellos
era un cacique engalanado con llamativo plumaje en la cabeza. El otro era una especie de traductor que se dirigió a Ingemar infructuosamente en varias lenguas nativas.

Como sea, el extraño e ininteligible interrogatorio al que fue sometido, no fue desagradable. Obviamente querían saber quién era él. Con señas, gestos y algún vocablo en latín, él trato de contarles su historia.

No lo logró. Ellos estaban convencidos de que trataban con un dios. Sus ojos azules y su cabello rubio eran extraordinarios para los indios. El día anterior, al ser levantado su desvanecido cuerpo en la playa, el lucero de las mañanas –nuestro planeta Venus- lucía esplendoroso. Y para los indios, esa estrella matutina del mismo color de los ojos del náufrago, no era otra cosa que el dios serpiente Quetzalcóatl.

Tras de casi una hora de intentos de entendimiento con esos extraños indios, Ingemar se dio cuenta de que su situación era de privilegio: se había convertido en un dios local, y su nuevo nombre era Quetzalcóatl.

Si bien debía ser cauteloso, él decidió adoptar su nueva personalidad.

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Lo dejaron descansar un rato más, pues todavía se veía débil. Cuando despertó se encontró alrededor de su lecho con muchas más extrañas frutas, pero le llamó más la atención un cesto lleno de piedras de hermosos colores. Se trataba, desde luego, de un regalo para un dios.

Pronto vinieron a despertarlo y lo invitaron a salir a la playa, en donde una veintena de indios lo esperaban sentados alrededor de una fogata ritual. Todos le brindaron una genuflexión humilde, y le indicaron que se echase sobre una extraña alfombra hecha de un material vegetal fibroso para él desconocido.

El cacique que lo había entrevistado unas horas antes, habló para todos los asistentes. Ingemar –ahora Quetzalcóatl- comprendió el discurso: se sentían afortunados de que su aldea hubiese sido visitada por un dios.

Ahora lo más importante para él era comunicarse con esa amable gente que lo adoraba. Comprendió que ellos jamás entenderían su idioma, así que decidió abocarse a aprender la lengua nativa.

En menos de una semana, Quetzalcóatl poseería suficientes vocablos para expresarse y entender a sus interlocutores.

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Ingemar había dejado en Groenlandia una joven esposa embarazada y un hermoso bebé
regordete. De alguna manera concluyó que debería aprovechar su situación de dios para lograr que esa gente lo ayudase a construir una nave capaz de llevarlo de regreso a casa.

Sus conocimientos de marinero lo ubicaban muy al sur y al oriente de su hogar, pero él se las arreglaría para llegar, siempre y cuando los indios le proporcionasen madera, cuerdas, tejidos y herramientas.

Pronto se dio cuenta de que no sería tan fácil irse de ahí. Le hablaron de un gran señor, un tal Tezcatlipoca, que reinaba vastas regiones, incluida aquella hermosa aldea en la playa, quien quería conocerlo en su palacio.

Los indios locales se llamaban a sí mismos totonacas, y reconocían ser vasallos del gran señor de Tula, la gran metrópoli del imperio tolteca.

Su fe neocristiana y su optimismo lo indujeron a creer que ese tan poderoso rey Tezcatlipoca sería capaz de proporcionarle los recursos necesarios para su retorno a Groenlandia, así que aceptó emprender la marcha de tres jornadas hacia Tula.


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Ingemar no podía quejarse de las atenciones recibidas de parte de los totonacas durante su estancia en la aldea de la playa, ni de la forma en que fue tratado y atendido durante el largo caminar hacia Tula.

Tampoco fue mal recibido en la gran metrópoli, toda vez que los rumores en la región corrían rápido en Mesoamérica, y no todos los días aparecía un dios en una playa.

El mismo Tezcatlipoca, el gran señor de Tula, salió de la ciudad para recibirlo, rindiéndole una extraña forma de adoración.

Ingemar estaba sorprendido por todo esto, y temía que, si declaraba no ser una deidad, fuese asesinado. No podía olvidar que tan sólo era un marino náufrago extranjero, por más que los indios lo adorasen.

Le concedieron una habitación lujosa en su propio templo –el del dios Quetzalcóatl- y le brindaron ropa, penachos y toda clase de comodidades.


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En cierta forma, Ingemar-Quetzalcóatl era una divinidad: su caudal de conocimientos
en agricultura, en carpintería, en astronomía y en otras artes, le permitía ser un dios maestro, un catedrático divino en tierra de indios. Pronto su casa en el templo se convirtió en un aula llena de aprendices adoradores que asimilaban todos los conocimientos exóticos con cara de sorprendidos.

Cuando las asignaturas aprendidas fueron llevadas a la práctica, en cuestión de semanas se vieron los resultados: el maíz crecía más rápido; el aguamiel de los magueyes fue fermentado y convertido en embriagante pulque; los muebles de las vacías casas indígenas proporcionaron comodidad y funcionalidad.

Tezcatlipoca, interesado en el asunto y un poco celoso por el éxito inusitado de Quetzalcóatl, empezó a analizar la posibilidad de que éste no fuese un dios, sino tan sólo un hombre perteneciente a una cultura mucho más desarrollada…

Sin embargo, era tarde para manifestarlo ante sus súbditos: éstos ya lo veneraban en demasía.

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Llegó la temporada de ceremonias para satisfacer a los dioses, e Ingemar vio horrorizado cómo le brindaban corazones de seres humanos para que los devorase. Se negó a hacerlo como buen cristiano, y fue entonces que entró en conflicto con la casta sacerdotal que hasta entonces lo había cobijado. ¿Cómo podía el dios Quetzalcóatl no alimentarse de corazones humanos?

Lo anterior llegó enseguida a oídos de Tezcatlipoca, quien con ello confirmó sus sospechas: el dios era un usurpador, un humano avezado, muy lejos de ser una deidad.

Lamentablemente para el Señor de Tula, miles de indios adoraban y admiraban al dios surgido de la mar, así que era un poco tarde para enfrentarlo: había que asesinarlo discretamente, desapareciendo su cadáver para siempre.

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Era el año 1012 del Señor.


Ingemar-Quetzalcóatl notó el cambio de actitud de los cercanos a Tezcatlipoca, y se hizo rodear de sus adoradores, advertidos éstos del riesgo que corría del monarca celoso.

Ya convencido de que jamás Tezcatlipoca le daría elementos para construir una nave y regresar a casa, Ingemar no vio más opción, para salvar su vida y rescatar para el verdadero Dios –el cristiano- a los infelices indios que lo seguían fielmente, que generar una rebelión para destronar a aquél.

Pocos días después, en un intento de éste de asesinar a Ingemar, la rebelión tomó forma de guerra civil. Ambos bandos ocuparon diferentes lugares en la ciudad y las hostilidades empezaron de casa en casa. Hubo muchos muertos en Tula.

Una noche, Ingemar-Quetzalcóatl desapareció. Nunca quedó claro si fue secuestrado y asesinado, o si él mismo, arrepentido por las masacres que su presencia había generado, huyó de la ciudad esperando que con ello regresase la calma a Tula.

Jamás se volvió a saber de él.

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La guerra civil continuó varios años. Finalmente, las huestes de Tezcatlipoca derrotaron a los casi cristianizados adoradores de Quetzalcóatl. Muchos fueron sacrificados, pero dos grupos numerosos lograron escapar, uno hacia el sur y el otro hacia el poniente.

Los del sur llegaron a la península de Yucatán, asentándose en la abandonada ciudad maya de Chichén. Se llamaban a sí mismos los itzáes, y refundaron la ciudad con el nombre de Chichén Itzá. El templo principal, de origen maya, fue rehecho para adorar al gran Quetzalcóatl, el dios maestro, el dios serpiente de impresionantes ojos claros. Hoy, en los días de equinoccio, podemos ver al dios serpiente descender, por efectos de sol y sombra, las escaleras de la pirámide.

Los del poniente llegaron a una ciudad abandonada por los olmecas y los teotihuacanos, renombrándola Cholollan, tierra de refugiados. En ella construyeron
un hermoso templo dedicado a su gran divinidad, Quetzalcóatl, el hombre rubio blanco y barbado que les brindó tanta sabiduría y los alejó por siempre del salvajismo de los toltecas.

2 comentarios:

Joice Worm dijo...

Y yo esperaré para saber la suerte de Ingemar.
Besos, amigo R.

Joice Worm dijo...

Hoy mismo volveré para leerte. No me conteste. Espere mi comentário.
Besitos, adorable escritor!