jueves, 12 de junio de 2008

El Peñón del Cóndor

No era definitivamente un cóndor que se sintiese orgulloso de volar entre majestuosas montañas, ni estaba satisfecho con alimentarse de carroña. Sufría además de vértigo de altura, y en invierno pasaba mucho frío.

Un día, un circunstancial halcón peregrino que extravió su ruta, le habló del mar, del mágico color azul, del excelente clima y otras bondades de aquellos lugares no del todo lejanos.

Nuestro cóndor no lo pensó mucho tiempo, y decidió bajar a las playas del Océano Pacífico y posarse en un acantilado ante la sorpresa de albatros, gaviotas y pelícanos locales, que nunca imaginaron que existiese un pajarraco de ese tamaño.

Como tenía que alimentarse, le pidió a un pelícano que tenía cara amigable que le enseñase la forma de pescar. A pesar del escepticismo del maestro, el discípulo aprendió en poco tiempo el oficio de las aves marinas, y llegó a perfeccionarlo a extremos increíble. Su estilo y habilidad eran la envidia de todos, y compensaba con creces otras carencias genéticas que en las altas montañas andinas podrían ser enormes ventajas.

Durante muchos años se convirtió en una leyenda para los pescadores de la región, quienes disfrutaban viéndolo volar en picada y salir del agua con presas de buen tamaño, y volar a las rocas cercanas para engullirlas.

El cóndor ya no está. Hay quien dice que murió ahogado en una mala zambullida. Otros creen que decidió ir a pasar sus últimos días a la abrupta montaña que lo vio nacer, acompañado de aquella gaviota gris que tanto lo quiso.

Hoy los pescadores que alguna vez lo vieron volando majestuosamente en aquel lugar, llaman a ese acantilado el Peñón del Cóndor, y cuentan a sus hijos historias increíbles de un pájaro enorme que llegó de lugares extraños para demostrar a los pelícanos locales que cuando se quiere, no hay limitaciones de ningún tipo para triunfar en la lucha cotidiana por la supervivencia.








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