El filósofo estaba en crisis existencial. Esa noche durmió mal como, de costumbre. De hecho eran ya decenas o centenares de noches en que se despertaba angustiado mucho antes de la madrugada.
Su naturaleza atea no le había permitido -hasta ese día- apelar a un ser superior. Como sus angustias iban en aumento noche tras noche, y ya se habían convertido en pesadillas diurnas insoportables, decidió darle una oportunidad a esa absurda creencia humana de que alguien todopoderoso está detrás de todo lo que percibimos y de lo que no percibimos, alguien dueño absoluto de nuestro destino.
Sorprendentemente tuvo respuesta. Aquél apareció claramente en su cerebro y decidió responderle.
No hubo nada que explicarle. Conocía de sobra todos los reclamos del filósofo.
“Los humanos vivís en un mundo lleno de presión existencial, el donde el ‘yo quisiera’ se vuelve una rutina, casi una exigencia. Sin embargo, tú y yo sabemos que ese ‘yo quisiera’ es fantasía: casi nunca llega. Yo soy quien decide todo, y lamentablemente ya todo está decidido. Por más que me roguéis, ya nada puedo hacer. Soy el Dios Verdadero, quien alguna vez dictó las Reglas. Desde el principio, y para evitar presiones de las criaturas mortales, las definí como inmutables. Ni siquiera yo puedo cambiarlas. Estas Reglas son iguales para todos: humanos, alacranes, buganvilias y protozoarios. Todos los seres debéis ganaros no sólo el sustento, sino la tranquilidad, la salud, el espacio, los afectos, el respeto, el prestigio y todo aquello implícito en la felicidad, en base a un duro esfuerzo cotidiano, la mayor parte de las veces infructuoso. La angustia es parte de vuestra esencia. Jamás podréis eliminarla.”
El filósofo, sorprendido y algo frustrado con la extensión y ambigüedad de la respuesta, pretendió negociar:
“Aligérame la carga. Ya no disfruto la vida.”
Aquél le respondió:
“Te recomiendo la Fe. Muchas personas en tu mundo la venden. Te recomiendo psicoterapias y sofoterapias. A veces dan resultado. Te recomiendo las drogas. Hay quien temporalmente es feliz con ellas. Te recomiendo la magia. Muchas personas dicen poseerla. Te recomiendo una varita mágica. Hay quien cree en ellas. Dicen que son capaces de cambiar lo que sea, pero ambos sabemos que no es fácil encontrarlas. La última opción que te recomiendo es el suicidio. Si no te gusta mi Universo, busca otro. Pero yo, igual que tú, desconozco qué es la muerte. En todo caso ésta será tu decisión. Y además es importante que sepas que…”
El filósofo, aburrido de escuchar tanta pesadería e insolencia enmarcada en injustificada arrogancia, decidió desconectarse de esa absurda e infértil comunicación. Dejó al tal Dios hablando solo, y fue a la farmacia a comprar otra caja de Valium.
Su naturaleza atea no le había permitido -hasta ese día- apelar a un ser superior. Como sus angustias iban en aumento noche tras noche, y ya se habían convertido en pesadillas diurnas insoportables, decidió darle una oportunidad a esa absurda creencia humana de que alguien todopoderoso está detrás de todo lo que percibimos y de lo que no percibimos, alguien dueño absoluto de nuestro destino.
Sorprendentemente tuvo respuesta. Aquél apareció claramente en su cerebro y decidió responderle.
No hubo nada que explicarle. Conocía de sobra todos los reclamos del filósofo.
“Los humanos vivís en un mundo lleno de presión existencial, el donde el ‘yo quisiera’ se vuelve una rutina, casi una exigencia. Sin embargo, tú y yo sabemos que ese ‘yo quisiera’ es fantasía: casi nunca llega. Yo soy quien decide todo, y lamentablemente ya todo está decidido. Por más que me roguéis, ya nada puedo hacer. Soy el Dios Verdadero, quien alguna vez dictó las Reglas. Desde el principio, y para evitar presiones de las criaturas mortales, las definí como inmutables. Ni siquiera yo puedo cambiarlas. Estas Reglas son iguales para todos: humanos, alacranes, buganvilias y protozoarios. Todos los seres debéis ganaros no sólo el sustento, sino la tranquilidad, la salud, el espacio, los afectos, el respeto, el prestigio y todo aquello implícito en la felicidad, en base a un duro esfuerzo cotidiano, la mayor parte de las veces infructuoso. La angustia es parte de vuestra esencia. Jamás podréis eliminarla.”
El filósofo, sorprendido y algo frustrado con la extensión y ambigüedad de la respuesta, pretendió negociar:
“Aligérame la carga. Ya no disfruto la vida.”
Aquél le respondió:
“Te recomiendo la Fe. Muchas personas en tu mundo la venden. Te recomiendo psicoterapias y sofoterapias. A veces dan resultado. Te recomiendo las drogas. Hay quien temporalmente es feliz con ellas. Te recomiendo la magia. Muchas personas dicen poseerla. Te recomiendo una varita mágica. Hay quien cree en ellas. Dicen que son capaces de cambiar lo que sea, pero ambos sabemos que no es fácil encontrarlas. La última opción que te recomiendo es el suicidio. Si no te gusta mi Universo, busca otro. Pero yo, igual que tú, desconozco qué es la muerte. En todo caso ésta será tu decisión. Y además es importante que sepas que…”
El filósofo, aburrido de escuchar tanta pesadería e insolencia enmarcada en injustificada arrogancia, decidió desconectarse de esa absurda e infértil comunicación. Dejó al tal Dios hablando solo, y fue a la farmacia a comprar otra caja de Valium.
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