
Toda su vida se había dedicado a descubrir los misterios del Universo, de la vida, de la teología; pasó años encerrado en bibliotecas; caminó cientos de leguas en selvas y desiertos en búsqueda de elementos que fuesen confirmando o rechazando sus premisas e hipótesis; dialogó en persona y por correspondencia con cientos de clérigos de muchas religiones, con sabios, con científicos, con filósofos. Para lograr su objetivo, renunció a su familia, a amistades y diversiones. Vivió como un verdadero asceta obsesionado con saber el trasfondo de todo esto.
Poco a poco fue acorralando al tal Dios, reduciéndole espacios, quitándole disfraces y misterios. Éste era muy hábil para ocultarse, para negarse, para esfumarse, pero nuestro buscador de la Verdad era tenaz, objetivo, serio, y sobre todo, profesional.

Aquella noche, una última lectura al Corán le permitió vislumbrar algo que jamás había percibido en sus años de detallado estudio. Sonrió feliz: finalmente tenía la Respuesta. Antes de retirarse a dormir, escribió su enorme conclusión en el cuaderno.

Una opción era guardarla para él, y no permitir que ningún otro humano la conociese. Otra era compartirla con unos cuantos y dignos elegidos que de alguna manera lo habían orientado en tantos años de búsqueda. Y la última era publicarla, no para lograr beneficios materiales –carecía de tiempo y de seres cercanos- sino para desengañar a la humanidad con su increíble descubrimiento.

Cerró los ojos para dormir. Esa noche un extraño y silencioso incendio de color azul cobalto asfixió dulcemente al anciano filósofo, mientras que las llamas convirtieron en cenizas todas sus brillantes conclusiones anotadas en aquel viejo y sabio cuaderno.
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