sábado, 1 de junio de 2019

Los mil inesperados caminos de la felicidad

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Filemona no era un champiñón cualquiera.

La conocí un día asoleado excursionando en el bosque húmedo cercano a mi casa, cuando mi madre me envió a recoger setas para el almuerzo. Recogí varios hongos apetitosos que estaban a su alrededor, pero no a Filemona, pues a me pareció un ejemplar de mucha clase, digno de existir eternamente.

En ese momento yo no podía imaginar que las setas eran criaturas conscientes y emotivas. Son tan diferentes a nosotros que nadie podría pensar en lograr con ellas un mínimo de comunicación, y mucho menos desarrollar mutuos afectos inconmensurables.

Tampoco imaginaba la trascendencia y felicidad que esta extraordinaria situación habría de llevar a toda mi familia. Tal vez  fue la actitud de agradecimiento que me mostró Filemona por no haberla recogido para el almuerzo, o tal vez fue amor a primera vista entre especies tan diferentes, pero algo me hizo regresar con ella a la mañana siguiente.

Me eché en el piso para estar cerca de su carnoso cuerpo, para sentirla. Ella se contorsionaba e inclinaba tímidamente su sombrero. Yo también sentí algo muy extraño por su cercanía. No me atreví a tocarla esa mañana, pero sí lo hice a la siguiente, con la yema de mi dedo índice, muy suavemente para no lastimar su delicada tersura. Cuando lo hice, mil sentimientos maravillosos se desplegaron en mis adentros.

Al tercer día, le confesé que la amaba como a nadie en este mundo. Ella –en compensación- me roció de esporas en un incontenible orgasmo de felicidad.

Esa tarde hablé con mis padres al respecto. Había decidido dejar la escuela y el hogar, e irme a vivir con Filemona. 

Mi madre se horrorizó de mi amor por una seta silvestre, y fue a hablar de mi situación con el cura de la aldea.

Mi padre tenía mucho más criterio. Me llevó a la taberna, y después de un par de cervezas,  me confesó su amor platónico por Lucila, la hermosa y sexy borrega de Juancho, el vecino.

Esa tarde, mi padre y yo secuestramos a la borrega y nos la llevamos al bosque húmedo, en donde armamos un excelente y erótico campamento, dejando a mi madre un mensaje de despedida, al que se hizo acreedora por su incomprensión al amor entre especies diferentes.

Mi madre –que era de tiempo atrás amante del cura- aprovechó el contexto y decidió fugarse con él.

Hoy los seis vivimos de verdad felices: yo acariciando todos los días a  mi adorada seta, mi padre amando a su lanosa y sensual borrega, y mi madre viviendo con un cura sin vocación que ya dejó de serlo.

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