lunes, 10 de junio de 2019

La fiesta de los hombres

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FAROLILLO: “Flor: he conseguido tres entradas para ir a los hombres. ¿Vienes con nosotros?”

FLOR: “No, Farolillo: ya sabes que no me gustan esas cosas. Son espectáculos para brutos.” 

FAROLILLO: “Bueno, pues a mí sí que me gustan. Iré con nuestro hijo Emperador, e invitaré a Romero del Monte. Él disfruta mucho los hombres.” 

FLOR: “No sé cómo pueden soportar espectáculos tan crueles. Pero en fin…” 

FAROLILLO: “Emperador: es hora de irnos a los hombres. Tu madre no viene, así que pasaremos por casa de Romero del Monte a invitarlo. Baja una sombrilla grande, que la tarde está muy soleada. ¡Apúrate, que se nos hace tarde.” 

FAROLILLO:  “Hey, Romero del Monte, acompáñanos a ver los hombres. Parece que los de hoy son de casta y peso. Y los hombreros son experimentados. Imagínate: hombrean Tirabuzón, Granuja y Pichichi.” 

ROMERO DEL MONTE: “Espera un poco, Farolillo, que me limpie el hocico, que me has pillado pastando, je je je.” 

FAROLILLO: “Pues apúrate, que nos perdemos el paseíllo. Le dan la alternativa a Granuja, y no me lo quiero perder.” 

ROMERO DEL MONTE: “Vale, ya estoy listo. Vamos. ¿Y has conseguido buenas entradas?” 

FAROLLILLO: “¡Claro: en el primer tendido de sombra! Vamos, que se hace tarde.”

La plaza estaba rebosante de público aquella tarde de abril. Era la primera corrida de hombres de la Feria de la Primavera, y los toros se arremolinaban ansiosos en las entradas de la plaza de Cerro Verde para ver si Tirabuzón seguía en su racha de cortar orejas a cada hombre que le ponían delante.

La alternativa de Granuja por parte de Pichichi era otro de los atractivos, pues el joven hombrillero había hecho méritos suficientes en varias plazas de provincia.

Los seis hombres para esa tarde habían sido escogidos entre los mejores del criadero Pasto Verde. Eran de la raza de lidia conocida como ibérica, muy brava y aguerrida.

La semana anterior, la lidia de los hombres sajones había decepcionado un tanto: habían estado fríos y embestían muy forzados.

José Luís estaba desconcertado encerrado en los corrales de hombres en la parte norte de la plaza. No tenía la menor idea de lo que le esperaba. Apenas hace dos días estaba en la granja jugueteando con otros hombres, cuando llegó un grupo de toros, y lo escogieron: “Ése”, dijo un toro berrendo. Y a José Luís le pusieron una soga en el cuello, y lo llevaron a un camión con jaula en donde ya estaban  Jesús y Marco Antonio, sus compañeros de granja.

Ninguno de los tres sabía lo que estaba ocurriendo, pero Antonio había escuchado rumores de que ellos -los hombres- eran una especie criada únicamente para ser hombreada para la diversión de los toros. Pero más que eso, no lo imaginaba.

Después de varias horas de camino, el camión se acercó a un edificio circular enorme, y se les hizo descender en él a un patio cubierto y húmedo, en espera de algo que ninguno de los tres hombres entendía.  Ahí en el patio ya estaban Juan, Manuel y Pedro, compañeros del criadero de Pasto Verde, pero tampoco tenían la menor idea de lo que estaba pasando ahí dentro. Así pasaron dos días con sus respectivas noches.

Al medio día de la tercera jornada, un toro viejo abrió una puerta hacia el norte del patio cubierto (patio de hombriles), y José Luís fue empujado hacia el exterior.

La luz del sol lo deslumbró, pues llevaba un par de días sin verla. Una vez que sus ojos se acomodaron a la resolana, José Luís pudo darse cuenta de que estaba un pequeño llano circular de arena, bardado, en donde había muy pocas salidas. 

Detrás de las bardas, sentados, había miles de cabezas negras con cuernos, entusiasmadas de verlo salir. Su instinto le hizo querer regresar al patio de donde venía, pero la puerta ya estaba cerrada. Como sea, no quiso alejarse mucho de ella, hasta que  un toro lo presionó con sus cuernos,  y José Luís no tuvo más remedio que ir al centro de la plaza.

Los toros que disfrutaban sentados el espectáculo mugían desordenadamente. De repente, un toro engalanado con cuentas brillantes, de nombre Tirabuzón, salió de una puerta y se acercó a José Luís mugiendo. “Vamos, hombre cobarde: demuestra la casta”, le gritaba a José Luís en su idioma toril.

José Luís miró a su alrededor. No tenía claro lo que estaba pasando, pero sabía que no era nada bueno. No había tampoco hacia dónde escapar. Si se quedaba quieto, el toro lo atacaría y mataría. Concluyó que lo único que podía hacer era matar al toro con sus propias manos, primero montándolo hasta el agotamiento, luego derribándolo, y finalmente se las ingeniaría para estrangularlo.

Así José Luís corrió hacia el toro engalanado y trató de colgarse de él. Pero éste, con agilidad pasmosa, se hizo a un lado y  aquél se fue en banda. “¡Muuuuuu!", exclamó el excitado público. Una vez más, José Luís intentó lo mismo, y el toro engalanado lo esquivó de nuevo. “¡Muuuuuuu!", volvió a exclamar la tribuna, cada vez más fuera de sí, presintiendo el momento en que la sangre humana empezase a emanar del hombre en turno.

Después de varios fallidos intentos y muchos muuuuuues, José Luís empezó a sacar la lengua y a babear. En eso, un toro salió con un pico al frente, sujeto por la cabeza (como un unicornio), y persiguió a José Luís, que nada pudo hacer al respecto. Así, al intentar huir ya agotado, el toro no tuvo problema para perforarle la espalda ligeramente.

Como sea, la roja sangre de José Luís empezó a salir a borbotones, y el distinguido público de Vacas y Toros aplaudió al valiente picador.

Apenas se reponía José Luís del impacto de la perforación en su espalda, cuando otro toro se le acercó y le picó las costillas con sus cuernos. No fue tan profunda la herida como la de la espalda, pero ésta sí molestó a José Luís, quien en ese momento confirmó sus sospechas:

Es una lucha a muerte entre el toro y el hombre. Sólo uno sobrevivirá”.

Así, al hombre le brotó la casta pesar de las heridas. Quiso alcanzar al toro, que burlón lo esquivaba una y otra vez motivado por los excitantes muuuuuuuuus que provenían de la tribuna.

Finalmente, José Luís, herido y agotado, prefirió retirarse hacia las tablas. Era la hora final, sin lugar a dudas. Tirabuzón se acercó a él lanzándole una mirada agresiva, y lo embistió a fondo. Los pitones del hombrero se hundieron en el cuerpo ensangrentado del hombre.

La excitación morbosa del público era sensacional. Aparecieron miles de pañuelos blancos en la tribuna, y desde lo más alto de la plaza un clarín ordenó que le cortaran ambas orejas al hombre muerto.

En ese momento,  José Luís, el torero más prestigiado de España, despertó sudando de su pesadilla.  Se tocó la espalda, el vientre, las costillas: todo estaba sano. Había sido tan sólo un mal sueño, previo a la corrida inaugural de la Feria de San Isidro, en donde él ocupaba el sitio de honor en el privilegiado cartel.

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