martes, 28 de mayo de 2019

La madre de todos los miedos

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Dormí mal, muy mal.

Sudaba constantemente a pesar de que no hacía calor. En los escasos ratos en que lograba conciliar el sueño, aparecían en mi mente monstruos y criaturas de verdad desagradables que pretendían devorarme vivo: lo hacían pero sin destruirme, dejándome vivo para el siguiente mordisco.

Me volvía a despertar, y la angustia me aniquilaba. Ésta era real. Tomé el doble de un medicamento para dormir, para ver así rescataba la calma y por ende el sueño.

Pero no: la noche se fue entre dormido y despierto, entre soñar con simbólicos espantos y angustiarme con la durísima realidad que hacía poco me habían anunciado.

La madre de todos los miedos –como diría Saddam Hussein- estaba presente en mi vida. Deseaba que nunca amaneciese.

Como sea, prefería enfrentarme a esos espíritus oníricos indeseables de afilados y asquerosos dientes, que a la cruda realidad que se avecinaba.

Los primeros rayos del sol habrían de caer sobre mí como afilada guillotina, pero sin matarme. Harían rodar mi cabeza viva varios metros con agudo dolor, pero no por ello encontraría el descanso de la muerte.

Sonó por fin el despertador de mi esposa a mi lado. Sus ojos, una vez abiertos,  me confirmaron con su alegría que mi suerte estaba irremisiblemente echada: mi suegra iría a casa esa mañana a desayunar.

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