Sauria llegó a la villa de Arcángeles un mañana de
primavera. Fue directamente, de la estación del tren, a hospedarse en una suite
de lujo en el elegante Hotel D’Azur, junto al antiguo palacio de los azulejos.
Aún estaba acomodando su equipaje en los espaciosos
roperos y cajones de su recámara, cuando los rumores de su presencia recorrían a toda velocidad la
ciudad: las mujeres se sintieron amenazadas por su espléndida silueta, y los
hombres se alborotaron por la presencia de una hembra de tanta clase.
En cuanto Sauria salió del hotel para cenar, decenas
de pares de ojos observaban sus atractivos movimientos corporales.
Era una mujer bellísima, vestida a la moda, con blusas
y faldas largas compradas en los almacenes más exclusivos de Europa. Estos
ropajes traslucían sus bien conformados senos y sus suaves caderas, que excitaban a los hombres y ofendían a las mujeres de Arcángeles.
Los rumores de las malas lenguas no tardaron en
aparecer.
“Con ese extraño
nombre, debe ser una mujer lagarto, una devoradora de hombres incautos”,
decían algunas.
“Me
han contado que, cuando lleva un hombre
su lecho, se despoja fríamente de su ropa, dejando ver su desnudo cuerpo
lleno de horribles escamas y una cola de reptil, y, antes de que su ingenuo
acompañante pueda reaccionar, ella se lanza sobre él para devorarlo”,
decían otras.
Mientras tanto, decenas de caballeros, riéndose de los
rumores, buscaban la oportunidad para conocerla e invitarla cenar, como parte primera de intenciones más
elaboradas.
El primero que logró salir con ella, fue Don Lucas
Arioste, un soltero guapo, rico y divertido. Fueron vistos juntos en varios
restaurantes, antes de que él desapareciese misteriosamente. Este hecho
incrementó los terribles rumores femeninos locales sobre la bella Sauria.
El segundo pretendiente de la elegante dama fue Don
Rigoberto Coello, hombre casado y cínico, que osó pasear con ella por el
parque, sin importarle las consecuencias familiares de su hecho.
El jefe de la policía local, el teniente Del Monte,
admiraba a la dama, y se asomaba por la ventana de la comisaría cada vez que
ella paseaba por el frente, para
deleitarse con su movimiento de caderas. Se reía de los absurdos rumores que la
relacionaban con la desaparición de Don Lucas Arioste, y, al mismo tiempo, sentía
envidia de Don Rigoberto Coello, quien ahora disfrutaba de la cercana compañía
de Sauria.
Sin embargo, pocos días después, la esposa de Don
Rigoberto acudió la comisaría a
denunciar formalmente a Sauria de haber devorado a su marido, quien no estaba en ninguna
parte. De mala gana, sabiendo que todo esto era un absurdo, el teniente Del
Bosque envió un citatorio para que ésta se presentase a declarar al respecto.
“Esto -decía
públicamente el comisario- no es más que
un trámite para calmar a la celosa esposa”.
Sauria, sin embargo, jamás se presentó. La policía
revisó la suite de la dama, y la encontró vacía. Ella había desaparecido sin
dejar huella.
Ante esos hechos, el teniente Del Bosque tuvo, por
obligación, que responder a la demanda de la esposa del desaparecido, emitiendo
un dictamen oficial, que decía así:
“Es obvio que la
Srita. Sauria y Don Rigoberto Coello, se fugaron de la ciudad. Sin embargo, no
hay elementos suficientes para concluir formalmente acusación alguna contra
ellos“.
Y efectivamente, ambos se habían fugado. Pero hubo, en
el anterior dictamen, una grave omisión que nadie percibió:
Don Rigoberto Coello, en efecto, había huido con
Sauria, la mujer lagarto,…pero dentro de
su abominable tracto digestivo.
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