Ella era la dulce y bella esposa con la que todos
anhelamos casarnos algún día.
Su marido era un tanto travieso, pero nada del otro
mundo.
Un día ella encontró huellas de lápiz labial en la
ropa de él.
Enseguida del descubrimiento, ella lo llamó con toda
la dulzura de que era capaz:
“¡Maridito!: ven por favor a ver esto!”
Él llegó al cuarto de baño justo cuando ella arrojaba,
sobre la ropa impregnada de gasolina de su marido, una cerilla encendida. En un
par de segundos no quedaban más que cenizas de aquella lujosa vestimenta
pecadora.
Tres años después, el escuchó:
“¡Amorcito!: hay algo que quiero que veas!”
Él llegó a la cochera para ver como su Jaguar XKE era
devorado por las llamas. Prefirió quedarse callado, sabiendo que su nueva
amante había perdido un arete en alguna parte.
Dos años después, el marido ardía en llamas
retorciéndose del dolor. Ella lo miraba quemarse con una dulce y cínica
sonrisa, mientras le preguntaba:
“¿Te sientes bien, cariño?”
El fiscal asignado al caso del marido quemado prefirió
no presentar las pruebas del asesinato, pues tenía familia que mantener.
El juez, aun teniendo claros los hechos, prefirió no
condenar a esa peligrosa dulce dama de bella y tímida sonrisa.
Ella guarda, en su alhajero de filigrana, una caja de
cerillas que le proporciona los más agradables recuerdos imaginables.
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