Esa mujer no era nadie, así que necesitaba
adquirir urgentemente una personalidad. Por ello decidió dejar la dieta de
carne, verduras y lácteos, para alimentarse exclusivamente de adjetivos.
Los adjetivos son términos que definen o
califican, y eso los hace interesante: benignos o dañinos, según sea el caso.
Los adjetivos también gozan de enorme valor subjetivo: hay cosas en nuestro misterioso
e incomprensible interior que nos hacen sentirnos agradados u ofendidos sin una
lógica aparente. Hay a quien le gusta que le digan ¡Malvado!, y hay quien
arremete contra quien se lo dice.
La obsesión de esta mujer por los adjetivos
fue creciendo día con día. Cada vez que alguien en la calle, en la prensa o en
la televisión exclamaba: estrambótica, delirante, pusilánime, sensacional,
grave, superior, vertiginosa, única, atractiva, pululante, etc., ella aumentaba
de peso emocionalmente.
Así,
por las noches, justo antes de dormir, se observaba a sí misma:
“Soy grandiosa, elocuente, temeraria,
simpática, graciosa, temperamental, inocua, ocurrente, interesante, peligrosa,
extenuante, asfixiante, golosa, sensual, rimbombante, tenaz, astuta…”
“Soy arrebatadora, increíble, nefasta,
venenosa, sagaz, colosal, mundana, recatada, coqueta, vanidosa, bella, intelectual,
maravillosa, tenue, fugaz, drástica, orgullosa, digna, recatada…”
“Soy temeraria, voraz, pujante, briosa,
encantadora, dulce, amarga, ácida, platicadora, abusadora, templada, objetiva,
clara, oportuna, directa, fiel e infiel, aplacadora, suspicaz, adorable…”
Llegó un día en que la obesidad adjetivística
acabó por matar a la mujer de un infarto de ego. Su personalidad era tan grande
que tuvieron que meterla en dos ataúdes: uno para su cuerpo y otro para su
artificialmente inflado orgullo.
Junto a las tumbas que contenían los dos
ataúdes gemelos, aparecía una sola lápida que lamentablemente decía:
LUISA
1948-2009
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