martes, 25 de enero de 2011

El gato


Alguna vez fui un macho irresistible.

Mi privilegiado olfato percibía a la distancia las provocativas hormonas de las mininas, que siempre acababan locas con mi presencia, con mi brillante pelo negro, con mis atributos y mi innata fogosidad.

Durante mucho tiempo no necesitaba nada de nadie. Viví agradables años de irresponsable autosuficiencia. Dejé hijos regados por todos los alrededores sin ninguna carga de conciencia, pues mis privilegiados instintos no permitían esa miseria de los remordimientos.

Fui completamente feliz muchos años, lo reconozco, pero nadie me advirtió de las implicaciones del paso del tiempo en los organismos vivos como el mío, y así, un inesperado día me di cuenta de que mis implacables reflejos gatunos estaban deteriorándose.

Esto ocurrió aquella tarde cuando quise –jugando- atrapar a una mariposa amarilla. No pude agarrarla, pero de ello culpé a las circunstancias.

Esa mala experiencia se repitió en varias ocasiones más importantes que un simple juego, en temas de supervivencia: no fue sólo el hecho de que aquel carnoso ratón se me escapase, sino que además sentí un gran dolor en mi espinazo al saltar en falso al tratar de atraparlo.

Después vino la temporada de lluvias con el consecuente descenso de la temperatura, y sentí por primera vez los dolores en las articulaciones, los que también deterioraron rápidamente mis capacidades de depredador.

Como consecuencia de mi recién adquirida torpeza, llegó el hambre que jamás había sentido, por lo que empecé a perder peso y musculatura, y mi suave y brillante pelo negro empezó a adquirir tonos grisáceos y perdió completamente su toque sedoso.

Nuevos galanes aparecieron en mi antes impenetrable territorio, y las hembras me perdieron totalmente el respeto, al igual que antes lo habían hecho los ratones.

Fui humillado y desplazado por los nuevos triunfadores.

Finalmente, tras de muchas penurias, decidí pedir auxilio a los arrogantes seres humanos. Maullé lastimosamente en muchas puertas pidiendo alimentos, sin obtener más respuestas que zapatazos y pedradas.

Mi fin parecía cercano, hasta que encontré aquel jardín descuidado, marchito y amarillento, en donde había unos columpios abandonados, y al fondo, una casa bastante deteriorada, pero habitada.

Maullé con la desesperación del hambre ante aquella desvencijada puerta cuyo barniz había casi desaparecido, y afortunadamente, en poco tiempo apareció aquella humana vieja de pasos lentos y falda de lana gris.

Me observó un momento con cara de ternura, seguramente identificándose con mi ruinosa edad, y puso a mi lado un plato con leche y pan remojado, algo que me supo a gloria, pues llevaba varios días con el estómago vacío. No sabía cómo agradecérselo, pues ella fue el único humano que me había ayudado en toda mi vida.

Para colmar mi sorpresa, la anciana dejó la puerta abierta como invitándome a pasar a su hogar, hecho que interpreté acertadamente: estaba tan sola y vieja como yo, y su alma necesitaba compañía.

Tuve mis dudas antes de entrar a aquella destartalada casa, pero finalmente lo hice, porque mi vida fuera de ella era un desastre. Ya nada podía perder.

Vi a la anciana sentada en un vetusto sofá, mirándome con cariño, emoción que devolví inmediatamente por reciprocidad y –confieso-algo de interés.

Me acerqué a sus delgadas piernas, restregando en ellas mi áspero rabo. Ella, agradecida, decidió acariciar mi lomo durante un rato. Fue entonces cuando confirmé que éramos un par de viejos solos y lastimosos, que bien podíamos acompañarnos el resto de nuestras existencias.

Decidí –o la vida lo decidió por mí, nunca se sabe- convivir por siempre con aquella dulce mujer, repitiendo en muchas ocasiones el juego de los ochos, subiéndome a su falda de lana gris, para agradecer su hospitalidad con ronroneos.

La verdad es que éramos un par de fantasmas.

Junto a ella me brotaban muchos recuerdos de mis años buenos, y me preguntaba si los humanos eran capaces de recordar como lo hacíamos los gatos.

Tengo que confesar que esa anciana estaba un poco loca, pues hablaba sola. Ella, para no sentirse tan mal, me dirigía palabras que jamás entendí, pero que yo agradecía, pues ya no era yo más que un desvalido gato que trocaba alimento por compañía.

Como sea, y a pesar de tantas aventuras felices durante mi juventud, hoy reconozco que haber conocido a esa humana decrépita fue para mí la mejor experiencia de la vida.

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