sábado, 7 de noviembre de 2009
El fanático
Era un hombre inteligente, pero lo dominaban las pasiones obsesivas.
De niño se apasionó por el futbol, al extremo de que en su adolescencia la policía le prohibió asistir a los estadios para evitar su violencia extrema en contra de los aficionados a otros equipos.
Después se volvió creyente. Asistía al templo a diario, y por las tardes buscaba pecadores para redimirlos. Dada su enorme pasión, tuvo éxito, pero aquellos a quienes no lograba convencer les iba mal. Algunos desaparecieron, no si sabe si por haber sido asesinados o por haberse ido lejos para evitar al fanático. El sacerdote de su parroquia logró aplacarlo temporalmente.
Su país entró en guerra. Al igual que miles de jóvenes juró amor a su bandera, lo que le permitió olvidarse de la religión. Pero su nacionalismo brotó por primera vez en su existencia: veía traidores a la patria en cada esquina y en cada pelotón. Algunos desaparecieron.
Exigía a sus compañeros de tropa que desbordaran pasión nacionalista, o él se encargaba de corregirlos personalmente.
Regresó de la guerra cargado de medallas por las acciones heroicas que algunos consideraban suicidas, lo que le valió que los tribunales militares ignorasen algunos extraños asesinatos que habían ocurrido con sus compañeros cercanos.
Como sea, fue internado por orden de un juez civil en una clínica-prisión para neuróticos obsesivos, en donde demostró en unos pocos años haber quedado totalmente curado de su fanatismo.
Habiendo quedado totalmente convencido del daño que generan los radicales a su sociedad, se dedicó discreta y obsesivamente el resto de su vida a eliminar esa lacra de la faz de la tierra, asesinando con frialdad a todo aquel a quien él consideraba fanático.
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