lunes, 29 de diciembre de 2008

Un cerdito muy especial


Aníbal no era un cerdo como cualquier otro.

Solía despertarse temprano, con el primer canto de Anacleto, el gallo. Salía optimista cada mañana de su chiquero a saludar, uno por uno, a todos los habitantes de la granja: caballos, vacas, borregos, perros, gatos, gallinas, etc., y después, sin falta, pasaba bajo la ventana de la casa de Mario, el granjero, con quien compartía el gusto de escuchar la música de Mozart mientras aquél se desayunaba.

Cuando el sol ya estaba en lo alto, Aníbal iba a revolcarse en el lodo a la charca con los demás cerdos, para quitarse todas las garrapatas que le molestaban. Después iba a nadar y jugar con los patos, para quedar completamente limpio, pues era un cerdo muy higiénico.

Más tarde se asoleaba un rato para secarse, y después iba a retozar sobre el prado de las hierbas aromáticas junto a la colina, pues así quedaba oliendo a limpio durante el resto del día.

Comía olotes en compañía de sus queridos hermanos, pero para él la mejor parte del día era cuando Josefina, la granjera esposa de Mario, le llevaba de postre un enorme plato de margaritas frescas y olorosas que ella misma recogía especialmente para Aníbal, su animal favorito entre todos los de la granja.

Más tarde disfrutaba de la puesta del sol al lado de Reina, su querida novia, antes de regresar a su aseado chiquero a pasar la noche, soñando siempre con cosas agradables, como aquel día en que la humanidad había decidido volverse vegetariana y había convertido a los cerditos en sus mascotas favoritas.

No: Aníbal no era un cerdo como cualquier otro.

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