
Nunca pensó que su enorme responsabilidad social como exploradora fuese a llevarla a un mundo tan frío. Como sea, cuando quiso retornar al suyo para anunciar feliz a sus compañeras que había descubierto una casi inagotable veta nutricional en un lugar desconocido, desapareció la luz, y aquello empezó a enfriar mucho más de lo que había imaginado.
Asustada por lo que podía suceder, buscó a tientos, guiándose por sus instintos, algún lugar algo más apacible en lo referente a temperatura.
Se acercó lo más que pudo al sol recién apagado, y encontró algo de calor que poco a poco se extinguía. Tenía que encontrar rápido una solución, antes de morir congelada.
Poco le duró la esperanza. El agua en su cuerpo llegó a la fatal temperatura de congelación, y la audaz exploradora sucumbió víctima de la hipotermia, justo junto a la apreciada veta de alimento.
Al día siguiente –demasiado tarde para ella- se hizo la luz de nuevo, y se escuchó el grito de un niño sorprendido:
¡Mamá, mamá! ¡Qué asco! ¡Hay una hormiga congelada en mi pastel!
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