miércoles, 19 de noviembre de 2008

Importada


Como la mayoría de los chavales de mi pueblo, me casé demasiado joven. Había pocas mujeres en mi reducido panorama de aldea, así que contraje matrimonio con la única novia que tuve, sin tener espacio para comparaciones.

Pensé que la amaba, igual que ella a mí, pero la realidad salió a flote cuando un día baje a la ciudad de compras, y en aquel supermercado tan grande de la capital conocí a aquella bella longaniza en el frigorífico de la sección de embutidos.

Se llamaba Importada. Por lo menos eso decía en la etiqueta.

Ni siquiera me preocupé por el precio, ni por el resto de las compras que mi mujer me había encargado. La puse en la bolsa de plástico, y mientras el autobús subía hacia mi pueblo, me dediqué a tocar su suave piel y a disfrutar su aroma a carne de cerdo pimentada. Creo que en ese momento fue cuando me enamoré de ella.

Como mi mujer era celosa, y yo tenía claro que con esa longaniza le iba a ser infiel, la escondí dentro de mi abrigo y la llevé al cuarto de herramientas, en donde mi mujer jamás entraba. La coloqué cuidadosamente en un cajón, debidamente arropada con un trapo para que no pasara ni frío ni calor.

Todas las mañanas, antes de ir al trabajo, pasaba a saludarla y a disfrutar de su aroma. Igualmente, por las tardes, cuando regresaba de ganarme la vida, solía pasarme ratos muy gratificantes con ella.

Todo cambió favorablemente en mi existencia por un par de años, hasta que una maldita tarde, el gato (que tampoco solía entrar en el cuarto de herramientas) descubrió su aroma y empezó a maullar hambriento. Mi mujer, que estimaba mucho al gato, fue a ver qué le ocurría y también sintió el olor de Importada.

La ingrata mujer, seguramente dándose cuenta de que amaba a la longaniza y que por eso la tenía oculta y bien pertrechada, decidió darme una sorpresa malévola para la cena: la frió con saña y aceite, y ya rebanada, me la puso en el potaje.

Tardé en saber que se trataba de mi amada longaniza, pues el potaje estaba muy condimentado y yo tenía hambre. De repente, casi después de haberme comido la mitad del plato, percibí su aroma, y me di cuenta del enorme sacrilegio que yo había cometido por culpa de una mujer celosa a la que yo ya no quería.

Muerto de la desesperación, tomé el cuchillo grande de la cocina y asesiné a mi mujer. No me arrepiento de nada, señor juez, pues ella mató sin piedad a Importada, y me hizo cometer canibalismo con mi amada longaniza.

Sé que me esperan muchos años en la cárcel. No será la falta de libertad lo que me quite el sueño, ni tampoco el hecho de haber asesinado a mi mujer. Mi mortificación será el recuerdo de Importada, de su textura, de su aroma a carne de cerdo pimentada, y más que nada, por habérmela comido descuidadamente con el potaje.

3 comentarios:

Joice Worm dijo...

El pobre hombre tuve la pasión más rara que ya he visto...
Pero merecia ir a la cárcel.

Legendario dijo...

No lo sé: no puedes imaginarte lo que es comerte a tu amada sin darte cuenta.

Joice Worm dijo...

Haha... Que decir...