
Desde luego, él la vendía como carne de pollo, pues nadie en su sano juicio se hubiese atrevido a comer los asquerosos sapos del pantano. La gente le creía, sobre todo por el delicioso sabor y la tersura de la carne, y todo el pueblo estaba encantado con los bajísimos precios de este mercader.

El vendedor de sapos –de haberlo querido-hubiese podido ganar mucho más dinero cazando más animales, pero era consciente de que nadie ganaba –ni él, ni sus clientes, ni la naturaleza- abusando del recurso.

Un día, ya muy viejo, murió el comerciante sin que nadie hubiese jamás descubierto su secreto.
Dios, allá arriba, bendijo al fraudulento vendedor de sapos, felicitándolo por la honorable manera en que se había ganado la vida.
1 comentario:
Pienso que la suerte de él fue el povo no tener descobierto la fraude. Mejor así. El destino fue más tranquilo...
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