Lo mío nunca fue mojarme en aguas lodosas, ni
pelear el hábitat con cocodrilos de seis metros o exponerme a una cornada de
búfalo. Tampoco lo es comer carne cruda compitiendo con buitres mal olientes a
mi alrededor. Nunca me rebajé a dejarme mantener por las hembras, a pesar de los
mil prejuicios genéticos de mis novias en la manada. Las zarzas en mi melena y
las garrapatas en las costillas me resultan muy desagradables.
Por eso, cuando divisé en el horizonte de la
estepa de Namibia –de donde soy originario- los vehículos del circo Barnes
& Bailey -muy prestigiado por cierto entre las manadas de leones- algo me
dijo que ahí estaba mi futuro. A pesar de que hice la finta de huir y de
resistirme, la verdad es que me dejé atrapar
por esas dulces y liberadoras redes primermundistas. Había con ellos gente de World Wildlife Fundation, por lo que supe que no corría ningún riesgo.
No tuvieron que
adormecerme con dardos anestésicos, pues me comporté civilizadamente. Respecto
a las hembras de mi harén, yo ya estaba hasta la melena de ellas. Son demasiado
chismosas e intrigantes. Además, sé de sobra que había dos o tres leones machos
rondando, con quienes ellas quedarán debidamente satisfechas.
Si bien pasé unos quince
días algo incómodo en un cajón un poco restringido durante el transporte
marítimo, yo sabía que me esperaban cosas grandes, así que le eché casta al
asunto y soporté todo.
Mi nuevo hábitat resultó
excelente, mejor de lo que esperaba. Me asignaron una jaula grande y ventilada,
pues los leones encerrados tenemos fama de oler muy mal. No es mi caso porque
me cuido.
Me lavan el pelo con
shampoo una vez a la semana, me lo esponjan y cepillan, de manera que me veo
súper. La leonas de mi circo -y alguna que otra tigresa- me lanzan miradas
sensacionales.
No tengo ni zarzas en la
melena ni garrapatas en las costillas. Me arreglan las garras cada quince días.
Me perfuman casi a diario. Me lavan los dientes con todo detalle. Incluso
cuando llegué fui tratado de una molesta caries.
Como carne cruda fresca
que no tengo que cazar ni agradecer. No hay buitres molestando en los
alrededores.
Cada poco tiempo, circos
vecinos traen a sus hembras -limpias y perfumadas- para que yo las entretenga
con mis encantos. Me encantó particularmente una leona albina del circo Stankovich,
de la que me han dicho que quedó embarazada y que pronto seré padre.
Disfruto de un público enorme
al que aterrorizo noche tras noche, mientras que mi domador se ríe
discretamente. Sabe de sobra que su familia vive de mi esponjada melena, de mis
músculos y de mi brillante y cepillada dentadura. Sus latigazos son teóricos,
igual que mis mordiscos, por lo que nunca entramos en conflicto.
Y así, mientras otros leones papan moscas bajo el
inmundo calor de la seca estepa africana, yo disfruto de mi amplia estancia de
cinco estrellas con clima controlado, pensando únicamente en la hermosa leoncilla
perfumada que me visitará mañana.
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