sábado, 3 de julio de 2010

La pulga sagrada


Una de las ventajas que poseen los dioses de nuestro universo, es que no tienen por qué dar explicaciones acerca de sus designios. El ser humano se conforma con aceptarlos, y los científicos siempre tratan de explicarlos, aunque no siempre lo logran.

Fue así que los traviesos dioses decidieron darle fama y gloria a una pulga común y corriente que vivía en el lomo de un perro callejero.


El parásito, que radicaba de tiempo atrás en la piel del Rataplán -perro callejero muy famoso en aquel barrio, por la forma especial en que solía rascarse-, fue indirectamente descubierto por doña Mariana, justo cuando salía de misa. Ella observó que el animalejo se rascaba ese día de una manera diferente, rítmica, digamos que religiosa. No era a lo que estaban acostumbrados los niños que solían jugar en aquella sombría y sucia calle cerrada cerca de la iglesia, que hoy, por cosas de la vida, es un lugar sagrado para muchos feligreses.

Así fue que doña Mariana regresó inmediatamente a la iglesia, y dijo al cura que tenía motivos suficientes para suponer que ese irrelevante perro tenía en su lomo algo extraordinario, único. El padre Francisco, que sabía mucho de la vida y era consciente de los escasos dineros de que disponía para cumplir sus misiones cristianas, fue inmediatamente a revisar los sacros movimientos de Rataplán. Para esos relevantes oficios, lo siguieron media docena de mujeres vestidas de negro, que poco tenían en qué ocuparse más allá de rezar de la mañana a la noche.

Y tras de observar el fenómeno del perro que de verdad se rascaba de manera especial, el cura hurgó en su lomo y descubrió a la pulga. Presionado por la mirada excitada de las ancianas fanáticas que llevaban toda la vida tras de un milagro, y sobre todo por los sueldos que tendría que pagar ese fin de semana, el sacerdote pensó rápido y gritó:

“¡Aleluya! ¡Aleluya!: se trata de la pulga Morianta, aquella que venía en el camello de Melchor cuando los Reyes Magos fueron a visitar a Jesús en el pesebre. Es la misma pulga que saltó a los cabellos del Sagrado Niño para succionar un poco de su Divina Sangre, y que por lo mismo se volvió inmortal, y hoy reaparece ante nuestros ojos para llenarnos de Fe y Esperanza. ¡Alabado sea el Señor!”

“¡Oremos todos! ¡Hagamos una misa ahora mismo para celebrar el milagroso evento!”

El cura ordenó repicar muchas veces las campanas de su iglesia, la que en pocos minutos estaba llena de creyentes que querían tocar a Rataplán, el asustado can sobre cuyo lomo radicaba Morianta, la pulga portadora -desde hacía más de dos mil años- de la Divina Sangre del Niño Jesús.

Lamentablemente, el incienso que se quemaba en aquella iglesia era un verdadero insecticida, mucho más poderoso que el DDT. La pulga murió asfixiada durante la misa, y Rataplán, que temía a las multitudes por experiencias del pasado, huyó en cuanto pudo del templo, a pesar de los esfuerzos de las mujeres de negro por retenerlo.

Como sea, a esas alturas de la misa dedicada a la pulga Morianta, la recaudación de las limosnas había sido extraordinaria, y el padre Francisco disfrutó, sin contárselo a nadie, del verdadero milagro que había ocurrido esa tarde: ahora podía pagar los salarios de su personal al día siguiente.

Las mujeres de negro se convirtieron por siempre en fanáticas adoradoras de Morianta, la Divina Pulga, y de Rataplán, el abnegado perro que alguna vez la llevó en su lomo.

El padre Francisco, que por sus malas experiencias estaba ya un poco alejado de la Fe, se arrodilló humildemente ante el altar al día siguiente, para dar gracias a Dios, a Rataplán y sobre todo a la difunta pulga Morianta, por el milagro ocurrido la tarde anterior.

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