domingo, 7 de febrero de 2010
El psiconauta
Animado por cierto extracto vegetal maravilloso de cuyo nombre me acuerdo pero prefiero no compartir, decidí aquella tarde navegar por mis interiores como lo hace cualquier usuario aplicado de la web.
Me sentía muy ligero, como si mi ordenador fuese de altísima capacidad. Descubrí que mi alma estaba llena de bytes y de programas poderosos e innovadores. Mi mouse se desplazaba alegremente por el monitor de mi existencia, cual ágil jugador de baloncesto, hacia arriba, hacia abajo, en todas las direcciones.
Después de un rato de desbordante alegría, encontré un blog clandestino dentro de mi alma. En él aparecían perfectamente narrados muchos episodios de mi existencia, pero de alguna manera no era mi estilo. Alguien estaba publicando mi vida día a día en aquel blog, mismo que estaba lleno de comentarios de gente conocida y desconocida. Algunos eran acertados, otros no tanto, pero todos denotaban que me conocían bastante.
Había una sección en el blog a la que solamente se accedía por medio de una contraseña que yo no tenía. Me pareció injusto, puesto que el blog se refería únicamente a mí. Esto quería decir que existían temas de mi persona que me estaban vedados, lo que no me parecía. ¿Qué misteriosa parte mía estaba enclaustrada bajo un password desconocido?
Intenté entrar a como diera lugar. El acceso me fue denegado una y otra vez, mientras intentaba recordar la manera de entrar, hasta que finalmente apareció la pregunta acostumbrada: ¿ha olvidado su contraseña? Hice click en ese lugar, y apareció la pregunta clave para recordar el password olvidado.La contesté, y en menos de un minuto llegó a mi buzón de correo electrónico la mencionada contraseña, que era, ni más ni menos: ¿cómo puedo ser tan imbécil?
Un poco mortificado por esa contraseña tan especial, introduje esa denigrante frase en el lugar indicado, y la página misteriosa se abrió finalmente.
Apareció inmediatamente una dama negra como el azabache, igualmente vestida de negro. Su cabello no era de pelos, sino de alfileres puntiagudos que se me encajaban dolorosamente al hablar con ella.
La dama de negro estaba rodeada de criaturas, presumiblemente hijos suyos. Ella me saludó como si fuese amiga de toda la vida, y, en efecto, lo era: se presentó ante mí como mi propia conciencia.
Con su sonrisa vergonzante, me confesó que todos aquellos chiquillos eran míos, hijos de ambos. Me los presentó uno por uno. Ahí estaban los remordimientos, las angustias, los arrepentimientos y las vergüenzas, todos queriendo abrazarme para recordarme que yo era sin lugar a dudas su progenitor.
Fue en ese momento que decidí que la psicoweb era una pésima idea, algo de verdadero mal gusto. Me desperté inmediatamente, y arrojé al caño lo que quedaba de aquel brebaje insolente.
Sin embargo, la dama de negro y sus engendros encontraron para siempre un lugar en mi consciente.
El audaz psiconauta que alguna vez pretendí ser, decidió jubilarse de manera definitiva.
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