sábado, 9 de mayo de 2009

Marina


La llamé Marina por ser un hermoso y joven ejemplar hembra de coyote del desierto del norte de México, que disfrutaba la playa enormemente.

La conocí un atardecer mientras descansaba en un campamento vacío de observación de ballenas al que llegué prematuramente. Solamente estábamos ahí yo, el encargado de las cabañas, y, desde luego, la encantadora Marina, además de los cientos de miles de aves que regresaban a dormir a su isla en la bahía de San Ignacio.

Seguramente ella había nacido después de la promulgación de la ley que prohibía la caza de especies silvestres en la región, pues se mostraba confiada a escasos metros de mí.

La seguí un tramo, intentando intimar con ella, esperando tal vez que reaccionara como un perro que busca el cariño humano, pero no fue así: Marina siempre se mantuvo a varios metros de mí.

Después de todo, el temor al ser humano formaba parte de su ancestral instinto, más allá de cualquier ley y conciencia recientemente concebidas en el cerebro del más terrible depredador del planeta.

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