
El pajarraco no era tonto, y sabía perfectamente que esa especie de gacela podía llegar a vivir

No obstante, el negro buitre apostó por ser el afortunado ser que comería algún día los restos putrefactos de esa tierna delicia gastronómica recién nacida.

Fue testigo de primera fila del destete del cervatillo, lo que le confirió cierto status dentro de la manada.
Tres meses después, el líder de las gacelas le asignó un nombre.
Después de un año de convivir con la manada, ésta ya no se concebía a sí misma sin la presencia del buitre vegetariano.
Un año más tarde fue admitido en el grupo en calidad de miembro honorario, y un poco después quedaron olvidadas las diferencias de color, de tamaño, de pelaje y de especie.
Cuando los leones amenazaban a la manada, el allegado buitre corría con ellos de manera sincronizada.
Un día, una gacela en celo le propuso relacionarse con ella. Aquello podía ser insólito para los ojos extraños, pero en la manada él pasaba desapercibido: ya era uno de ellos.
Finalmente, muchos años después, el cervatillo murió de viejo. La manada continuó sin más su marcha hacia los lejanos pastizales de lluvia. Solamente nuestro buitre se quedó a llorarlo.

Alcanzó a su manada, y con ella fue muy feliz el resto de su vida.
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