Cuando el ave carroñera vio desde lo alto el nacimiento de aquel hermoso cervatillo, concluyó que éste sería algún día un excelente manjar digno del mejor de los gourmets de la sabana.
El pajarraco no era tonto, y sabía perfectamente que esa especie de gacela podía llegar a vivir hasta veinte años. También sabía que muchos cervatillos eran devorados por toda clase de predadores en aquella enorme llanura africana, sin que los buitres tuviesen la menor oportunidad de acercarse.
No obstante, el negro buitre apostó por ser el afortunado ser que comería algún día los restos putrefactos de esa tierna delicia gastronómica recién nacida.
Renunció al vuelo, y caminando siguió de cerca al cervatillo y a su madre. Para no perder su rastro, se volvió temporalmente vegetariano, pastando cuando la manada migratoria lo hacía. Fue víctima de la extrañeza de todos los animales de la región, que no podían creer que un buitre caminase siguiendo día y noche a un grupo de gacelas. También, por su necedad y rarezas, fue el escarnio de los demás carroñeros de la región.
Fue testigo de primera fila del destete del cervatillo, lo que le confirió cierto status dentro de la manada.
Tres meses después, el líder de las gacelas le asignó un nombre.
Después de un año de convivir con la manada, ésta ya no se concebía a sí misma sin la presencia del buitre vegetariano.
Un año más tarde fue admitido en el grupo en calidad de miembro honorario, y un poco después quedaron olvidadas las diferencias de color, de tamaño, de pelaje y de especie.
Cuando los leones amenazaban a la manada, el allegado buitre corría con ellos de manera sincronizada.
Un día, una gacela en celo le propuso relacionarse con ella. Aquello podía ser insólito para los ojos extraños, pero en la manada él pasaba desapercibido: ya era uno de ellos.
Finalmente, muchos años después, el cervatillo murió de viejo. La manada continuó sin más su marcha hacia los lejanos pastizales de lluvia. Solamente nuestro buitre se quedó a llorarlo. Durante varios días se dedicó a ahuyentar a los animales carroñeros, incluidos los de su propia especie. Finalmente se dio cuenta de que la vida continuaba, y que cada nuevo día llevaba consigo un nuevo amanecer.
Alcanzó a su manada, y con ella fue muy feliz el resto de su vida.
El pajarraco no era tonto, y sabía perfectamente que esa especie de gacela podía llegar a vivir hasta veinte años. También sabía que muchos cervatillos eran devorados por toda clase de predadores en aquella enorme llanura africana, sin que los buitres tuviesen la menor oportunidad de acercarse.
No obstante, el negro buitre apostó por ser el afortunado ser que comería algún día los restos putrefactos de esa tierna delicia gastronómica recién nacida.
Renunció al vuelo, y caminando siguió de cerca al cervatillo y a su madre. Para no perder su rastro, se volvió temporalmente vegetariano, pastando cuando la manada migratoria lo hacía. Fue víctima de la extrañeza de todos los animales de la región, que no podían creer que un buitre caminase siguiendo día y noche a un grupo de gacelas. También, por su necedad y rarezas, fue el escarnio de los demás carroñeros de la región.
Fue testigo de primera fila del destete del cervatillo, lo que le confirió cierto status dentro de la manada.
Tres meses después, el líder de las gacelas le asignó un nombre.
Después de un año de convivir con la manada, ésta ya no se concebía a sí misma sin la presencia del buitre vegetariano.
Un año más tarde fue admitido en el grupo en calidad de miembro honorario, y un poco después quedaron olvidadas las diferencias de color, de tamaño, de pelaje y de especie.
Cuando los leones amenazaban a la manada, el allegado buitre corría con ellos de manera sincronizada.
Un día, una gacela en celo le propuso relacionarse con ella. Aquello podía ser insólito para los ojos extraños, pero en la manada él pasaba desapercibido: ya era uno de ellos.
Finalmente, muchos años después, el cervatillo murió de viejo. La manada continuó sin más su marcha hacia los lejanos pastizales de lluvia. Solamente nuestro buitre se quedó a llorarlo. Durante varios días se dedicó a ahuyentar a los animales carroñeros, incluidos los de su propia especie. Finalmente se dio cuenta de que la vida continuaba, y que cada nuevo día llevaba consigo un nuevo amanecer.
Alcanzó a su manada, y con ella fue muy feliz el resto de su vida.
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