sábado, 31 de octubre de 2009

El Deterioro


El Deterioro decidió adueñarse de aquel cuerpo.

Empezó por crearle un insignificante dolor de cabeza, pero era sin lugar a dudas el principio del fin.

Después generó unas pocas canas en la parte alta de la cabeza, que rápidamente fueron disimuladas con un tinte barato comprado en la botica.

Enseguida el Deterioro decidió arrugar su rostro, de manera insensiblemente lenta, pero determinante.

Aprovechó los primeros fríos del invierno para generarle reumas, éstos sí, bastante molestos y perdurables.

“¿Y por qué no unas almorranas?”, pensó el Deterioro. “Hay que atacar por todos lo flancos”.

El cuerpo quería seguir sintiéndose joven, pero ahora tenía un fuerte dolor en la rodilla derecha cuando corría por las mañanas, cosa que antes no sucedía. El Deterioro, con su aparente lentitud, se adueñaba de todo.

En la primavera, al cuerpo le aparecieron alergias que jamás se había presentado, y el asma brotó fulminante. Buscó por toda la casa el inhalador recetado por el médico, pero no recordó en dónde lo había dejado: algo extraño pasaba en su memoria.

El cabello seguía encaneciendo a gran velocidad, igual que las arrugas. Una mañana, al despertarse, notó que le dolían las articulaciones de los dedos de ambas manos.

El doctor le recomendó bajar de peso, porque el azúcar y el colesterol empezaban a tomar proporciones indebidas en la sangre, y la taquicardia no tardó en hacerse presente.

Ahora el Deterioro estaba preocupado: debía ir más despacio, pues aquel cuerpo antes joven, era su favorito, y quería conservarlo muchos años. Se entretenía mucho con él.

Volvió el invierno, y los dolores en las piernas eran insoportables. Las manos plagadas de artritis también le molestaban, y le impedían escribir y comer adecuadamente.

Una tarde, comiendo una natilla, perdió una muela, la primera de una serie de ocho piezas dentales que se esfumaron aquel verano.

No tardó mucho tiempo en manifestarse un ligero Alz Heimer, acompañado de una gripa crónica con tos y flemas. Cuando quería usar el pañuelo para limpiarse la nariz, la artritis se lo impedía.

Ahora tenía que inyectarse insulina cada poco tiempo. Tomaba la jeringa con los únicos dos dedos que no le dolían y que aún tenían cierta movilidad.

Una mañana descubrió que tenía una catarata incipiente en el ojo derecho. No la había notado por los lentes gruesos que llevaba hacía seis meses.

Finalmente, el día de su cumpleaños número cuarenta, falleció de un infarto al soplar las velas de su pastel.

El Deterioro reconoció que se había excedido con aquel cuerpo, y ahora estaba arrepentido. Su jefe, el padre Tiempo, habría de reprochárselo.

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