viernes, 27 de agosto de 2010

El octavo día


En el octavo día, el Creador reconoció ante sí mismo todos sus errores -que eran muchos- y así, lleno de vergüenza, decidió prioritariamente enmendar el principal. Esta vez no generó diluvios ni arrasó con sociedades pecaminosas. Mantuvo en todo momento la prudencia y la discreción.

Lo primero que hizo fue llenar el planeta de palmas bananeras. Los humanos vimos aquel prodigio…pero no supimos interpretarlo.

A continuación, en el noveno día, desaparecieron del mercado las máquinas de afeitar y los depiladores de todo tipo. Los humanos nos extrañamos de todo aquello…pero tampoco supimos interpretarlo.

Después, para concluir su divino arrepentimiento, dio una pequeña marcha hacia atrás en el reloj evolutivo. Los humanos lo percibimos únicamente porque amanecimos el décimo día con nuestros cuerpos llenos de pelos y con rabo…pero tampoco supimos interpretarlo.

En el undécimo día, todos los humanos olvidamos cómo hablar y cómo vestirnos. Nos extrañamos de ello…pero nuestra capacidad de interpretar los designios del Creador ya había desaparecido.

En el duodécimo día, los humanos regresamos a vivir a los agradables y frondosos árboles de antaño, y, a partir de entonces, hemos disfrutado obsesivamente de las deliciosas y tiernas bananas, tan fáciles de pelar y de digerir.

lunes, 23 de agosto de 2010

La cantina de los Fastidios


Muy contentos, recordando como siempre sus hazañas de pasado y brindando por su futuro, estaban los Fastidios, celebrando sus éxitos en aquella cantina llamada El Disgusto, en la que pasaban sus ratos de ocio.

Hablaban entre ellos de cómo aburrir a los humanos, de cómo desesperarlos, de cómo hacerles perder la calma y la alegría, de alargarles el tiempo, de arruinarles las mejores expectativas, de dejarlos en ascuas, de sacarlos de quicio, y en todo eso ellos eran verdaderos expertos.

Los Fastidios eran entes felices, inteligentes y realizados, que se nutrían de ver cómo los humanos se enfadaban con ellos mismos y con las circunstancias.

Todo iba bien en su existencia, hasta que a un científico imbécil se le ocurrió inventar el Prozac.

martes, 17 de agosto de 2010

El pecado


Nació pecado, sin jamás creer en las reglas impuestas.

Nació libre de pensamiento, pero su vida era una camisa de fuerza obligada a prohibir, a inhibir todo aquello en lo que de verdad creía: el que cada quien hiciese lo que le daba la gana.

¿Quién osó fijar las normas?”, se preguntaba desesperado.

Los pecados no se suicidan, pero algunos se inconforman con su destino, y él era uno de ésos.

Así que un día reunió todas sus fuerzas, y se hizo a un lado, no sólo sin importarle las consecuencias, sino deseándolas vehemente.

De pecado pasó a ser tentación satisfecha, y luego tormenta, y huracán, y cataclismo.

Y nadie, absolutamente nadie, tuvo la osadía de juzgarlo.

miércoles, 11 de agosto de 2010

El gran evento


Aquella noche se juntaron, en casa del Panegírico, todos los amigos aduladores incluidos en el Diccionario de la Lengua, para celebrar algo importante que aquél mantenía en enorme secreto hasta ese momento.

Llegaron primero las Alabanzas, siempre dispuestas a quedar bien con todo el mundo, y en esta particular ocasión, muertas de la curiosidad por la inusitada invitación.

Enseguida apareció el Elogio, oportuno y atento como siempre, esperando que la noticia misteriosa fuese digna de ser elogiada, lo que haría de cualquier modo aunque no fuese así.

No podía faltar la Apología, con su grandilocuencia natural, dispuesta a dejar claro que cualquiera que fuese la novedad que el Panegírico anunciase esa noche, había que engrandecerla y difundirla en el ancho mundo.

Las Loas tampoco faltaron, ellas más modestas una por una que la Apología, pero sabían adular bastante bien, sobre todo cuando lo hacían en conjunto.

La Lisonja, los Halagos y el Encomio llegaron un poco tarde, pero como alabaron a todos los demás, recibieron muchos aplausos a cambio.

Y en cuanto llegaron el Laudatorio y el Ditirambo -los únicos que faltaban-, el Panegírico consideró llegada la hora de dar la buena nueva:

“Amigos aduladores del Diccionario de la Lengua: tengo el gusto de participarles el nacimiento de una hija mía con enorme futuro entre los humanos. Ella obviamente nació en la maravillosa ciudad de Buenos Aires, pero ya se considera ciudadana del mundo, y está dispuesta a conquistarlo, lo que hará sin lugar a dudas dada su enorme capacidad y talento.

Su nombre es Égogla, y ya posee -así desde pequeñita- una definición en nuestro diccionario:

Una Égogla es un enorme, magnífico e interminable panegírico dedicado a la grandeza de uno mismo. ¿No es preciosa mi criatura?”, concluyó el orgulloso padre.

Inmediatamente los asistentes a aquella reunión, uno tras otro, se acercaron al anfitrión y a la criatura, para felicitarlos y dedicarles toda clase de elogios y alabanzas.

Égogla, tras de escuchar a todos los asistentes halagándola, se dijo a sí misma:

“Después de conocer a todos estos invitados de mi padre, no me cabe duda que soy lo más grande que existe en el mundo.”

Dicho lo anterior, se retiró satisfecha a dormir soñando en sí misma y en todas sus grandezas.